jueves, 30 de enero de 2014

La hoja plegada, de William Maxwell


A la hora de acercarse a la obra de William Maxwell, suponemos que sus contemporáneos no podían obviar su condición como editor, “El” editor. Incluso hoy en día, lo primero que se comenta sobre su biografía es su papel como editor en el New Yorker, donde colaboró con los más grandes autores de la época, desde Cheever a Nabokov, pasando por Salinger o Welty. Quizá esta circunstancia hizo que su propia obra literaria, aun siendo valorada, no alcanzara la resonancia de las luminarias de su generación.

Al leer en la actualidad a Maxwell, esta circunstancia sigue marcando el primer tanteo, pero enseguida pasa a un segundo plano. Con lo que nos quedamos es con un escritor de una finura exquisita, un narrador con la habilidad para manejar los tiempos de una manera magistral y dibujar los caracteres con una sensibilidad solo al alcance de los autores que combinan una sinceridad desarmante y un oficio muy trabajado.




En La hoja plegada nos encontramos con una historia que en principio puede parecer tópica: dos amigos que pasan de la juventud a la edad madura con altibajos, exaltación y sufrimiento. Desde luego no es una repetición de esa falsa imagen de los “dulces dieciséis” o las locuras universitarias. Pero tampoco se complace en la imagen del soñador que mira por la ventana y acaba cortándose las venas... Porque el lector sabe que lo que está leyendo es verdad, y no nos referimos a su poso autobiográfico, sino a ese sentimiento indisimulable de que las palabras de este libro están construidas de vida.

Si algunos de los breves capítulos del libro sorprenden por su resplandor poético (son paisajes que colorean la ambientación sin en realidad aportar nada narrativamente), otros momentos de la historia nos golpean por su honradez. Este libro se publicó en 1945 y no sabemos cuáles fueron las reacciones en aquel momento, pero sin duda 70 años después la interpretación no es la misma. Como en todo gran libro, su poder de sugestión no ha parado de crecer con el tiempo.

Editorial Libros del Asteroide
Traducción de Miguel Temprano García

miércoles, 29 de enero de 2014

Pensar rápido, pensar despacio, de Daniel Kahneman


Al conocer la biografía de Daniel Kahneman llama la atención que ganara el premio Nobel de Economía... siendo psicólogo. Pero más sorprendente todavía es comenzar a leer Pensar rápido, pensar despacio, y darse cuenta de que, como él mismo confiesa, se trata de un psicodrama. Y en esta historia de pasión, lucha y contradicciones, los dos personajes protagonistas comparten cuerpo: son los dos yo.

Pero, tranquilidad, no se trata de una teoría dualista mente-cuerpo o la superstición de tener dos almas. Es simplemente un recurso de Kahneman para simplificar, para que el lector pueda comprender de manera sencilla conceptos muy complicados. Porque uno de los valores de Pensar es que es accesible para todo tipo de lector, siempre que le eche un mínimo de atención. En realidad los dos yo son el Sistema 1, de intuición rápida, que nos hace tomar decisiones de manera automática y sin ser conscientes de que lo hacemos, y el Sistema 2, un método más racional y lento que actúa (o debería actuar, e aquí la confrontación) en situaciones que exigen una mayor reflexión.


En la primera parte del libro Kahneman se centra en estos mecanismos de decisión utilizando una gran cantidad de experimentos, siempre curiosos y muchas veces sorprendentes, que demuestran lo refinada que es nuestra maquinaria para saltar obstáculos. Siempre en busca de la solución más fácil y menos costosa, estamos acostumbrados a tomar decisiones sin valorar pros y contras, lo que la mayoría del tiempo está bien, sería inviable dedicar todo el esfuerzo necesario para reposar cada paso que demos, pero que en determinados casos puede llevarnos al desastre.

Kahneman se centra después en las aplicaciones económicas de sus teorías. Para él el ser humano ciertamente no es un ser racional, y así lo demuestra con otra batería de experimentos que dejan bien claro cómo, aunque creemos ser muy lógicos y que elegimos nuestros propios caminos, en realidad estamos guiados por el azar y una mala comprensión de las probabilidades. Kahneman procura que, tras leer el libro, seamos más conscientes de nuestras limitaciones y obremos en consecuencia, pero no es muy optimista: no hay evidencia que lleve a las personas a cambiar de opinión.

Editorial Debolsillo
Traducción de Joaquín Chamorro Mielke

martes, 28 de enero de 2014

El dios Escorpión, de William Golding


William Golding es uno de esos escritores que parecen ligados a un solo libro. Pese a que El señor de las moscas tuvo un enorme éxito popular (en este caso, sí se trata de un libro que casi todo el mundo ha leído) y a que Golding ganara el premio Nobel de literatura, el éxito de esta primera novela no tuvo demasiada continuidad y hoy en día se diría que hay pocos interesados en reivindicar su figura.

Quizá el problema de Golding es que su carrera se enmarca en la desprestigiada “literatura de tesis”. Sus libros son leídos como parábolas, y aunque su ambición pueda ser atemporal, lo cierto es que están muy marcados por la época en que fueron escritos, y hoy han perdido mucho de su capacidad para provocar controversia. En el caso de El dios Escorpión, que recoge tres relatos largos, queda patente la influencia de las tesis de Thomas Kuhn y su teoría de los paradigmas. Situados en distintos momentos de la historia, en cada cuento comprobamos cómo una sociedad cerrada ve tambalearse sus principios ancestrales por la intromisión de un elemento extraño que trastoca las ideas asumidas.




El primer relato, que da título al volumen, se sitúa en el Egipto prefaraónico. Los ritos, la superstición y la divinidad del poder se verán cuestionados por el extranjero, que sabe algo realmente importante: el conocimiento es fuente de revolución. En Clonc Clonc nos remontamos a una época aún más lejana, en los albores de la humanidad, con una sociedad radicalmente separada por sexos. Como en el resto de los cuentos, el sentido de la historia cambia con un irónico apunte postrero.

El más interesante de los tres relatos es el último, El enviado especial, que nos llevará a la Roma imperial. Un inventor se las arregla para llegar al palacio del emperador y le convence para que confíe en sus habilidades. Ha descubierto la energía a vapor, la pólvora y un misterioso tercer invento que le darán el poder para conseguir la paz y la libertad. Pero sus planes no podían ser tan fáciles de llevar a la práctica: de nuevo nos encontraremos con un desconcertante giro final.

Alianza Editorial
Traducción de Ernestina de Champourcín

lunes, 27 de enero de 2014

Jinete Nocturno (XII)

50
Davies ya se había organizado en espera de la llamada. Nunca había confiado en los franceses, así que sabía que tarde o temprano le llamarían para que se ocupara de todo.
Su idea había sido estar desde el principio en París para tener todo bajo vigilancia y poder actuar en el mismo instante en el que sus servicios fueran reclamados. Pero sus superiores habían insistido en que debía permanecer en Londres a la espera de los acontecimientos.
En cuanto recibió la llamada, se puso de buen humor. Disfrutaba de su trabajo y sabía que era el mejor en ello. También le llenaba de satisfacción saber que cuando las cosas se ponían feas, él era la persona en la que todos pensaban. Sin duda, se había convertido en una pieza imprescindible del juego global.
Su tarea no le asustaba en absoluto. Era más que probable que tuviera que enfrentarse a profesionales excepcionalmente bien preparados y listos para hacerle frente. Eso le emocionaba todavía más. Estaba un poco cansado de tener que deshacerse de don nadies que no le suponían ningún reto. El que por una vez tuviera que poner sus mejores mañas le excitaba casi hasta el punto de ponerse nervioso. Eso si se pusiera nervioso alguna vez.
Se aseguró de que todos los instrumentos necesarios estaban en el maletín. Perfecto. Limpio y sencillo. Se puso su traje de faena, totalmente anodino, como si fuera un uniforme de los cuerpos especiales. Como ese uniforme que con tanto orgullo había llevado por los cuatro rincones del mundo. Antes de colocar su pistola en el bolsillo de la chaqueta le dio un beso de buena suerte.


51


El tráfico aéreo de París se puso inusitadamente interesante aquella tarde. Y no porque más aviones de lo habitual sobrevolaran los ya de por sí invadidos cielos de la ciudad de la luz, sino porque varios helicópteros se pusieron a recorrer el espacio aéreo de la capital francesa de un lado a otro sin en apariencia ninguna supervisión por parte de los servicios de vigilancia.
Desde el sur del país uno de estos helicópteros acercaba a John Harker a su ineludible cita.
-Este ruido me está matando -gritaba a su proveedor-. Eso sí, no sé lo que me habrás dado, pero mano de santo, oye. Ya no me duele nada. Tampoco es que sienta nada, ahora mismo me podrías tirar del helicóptero y no notaría nada. Me estamparía en el suelo, y tan pancho. Venga, pégame un puñetazo. Que sí, que te dejo. No me voy a enfadar. Ni me iba a doler ni iba a sentir rencor. Ahora mismo soy, no sé, como un estamermo, no, un estatermo, no, un estafermo, eso, como un estafermo. Ya sabes, como uno de esos muñecos de paja, creo que eran de paja, con los que practicaban los caballeros en la Edad Media para afinar su puntería. Me siento en las nubes. Jaja. Literalmente en las nubes. Jaja. ¿Lo pillas? Estoy en las nubes.
-El medicamente es milagroso -dijo el proveedor-. Lástima que tenga efectos secundarios.
-Efectos secundarios -dijo Harker sin mostrar ninguna emoción-. Si pudiera preocuparme me preocuparía. Pero no es el caso. Me da igual. Ahora mismo estoy en la gloria. ¡Gloriá, gloriá! Estoy en la gloriá. Podrías decirme que después de tomar ese medicamento me voy a quedar impotente o que se me va a derretir el cerebro y yo tan pichi. Que me da igual, que nunca me había sentido mejor. Que puedes hacer conmigo lo que quieras. Eso sí, con respeto, que somos hombres de honor. Jaja. Yo solo quiero vivir, ¡vivir! Pero dime, solo por curiosidad, ¿de qué efectos secundarios estás hablando?
-De verborragia.
En una dirección contraria al helicóptero que llevaba a Harker, pero con una misma meta, Helen Clarke se alejaba del centro de la ciudad hacia un lugar desconocido.
-Siempre me has tratado bien...
-Como a una reína -dijo Beilyi aparentando caballerosidad.
-Y te agradezco que me hayas sacado de ese almacén...
-No podía permitir que estuvieras incómoda.
-Pero me gustaría saber qué demonios estás haciendo y a dónde...
-Ese lenguaje, Helen, que seguro que eso no te lo enseñaron en los colegios en los que estudiaste.
-Vete a...
-No, eso no lo voy a permitir.
-No, ni eso ni completar una frase.
-Solo te diré que no te preocupes. Enseguida llegaremos.
-Si preocupada no estoy. Me sacan de la central de inteligencia francesa, aparece un espía ruso, me mete en un coche, luego me sube a un helicóptero, me lleva a un lugar desconocido y no me dicen ni palabra. ¿Por qué iba a preocuparme, Beliy?
-Pues eso digo yo. Mira, ya estamos. A ver si Mihail encuentra un buen lugar donde aparcar y ya empezamos con el tema.
-Eso, al tema.
Mientras Mihail buscaba una plaza para aterrizar, Davies avistaba París desde su propio helicóptero. Iba solo, y aunque a veces le gustaba hablarse en voz alta para aclarar sus pensamientos, en esta ocasión estaba demasiado concentrado y regodeándose en sus planes aniquiladores como para entablar discusiones consigo mismo. Pero su mente no paraba de maquinar. La ciudad estaba a sus pies, y dentro de poco también lo estarían sus enemigos.


52


Esta vez todos aceptaron una copa. Henri disponía de variedades para todos los gustos. Tom y Camille se acomodaron, por decirlo de alguna manera, en las sillas, situándose frente a frente, mientras que Henri se sentó en el suelo ocupando un sitio estratégicamente equidistante.
-¿Conoces a Fleury? -Camille tenía muchas cosas que contar y no iba a andarse con rodeos.
-No nos han presentado -dijo Tom, que todavía tenía ganas de soltar clichés-, pero sé quién es: el nuevo Ministro de Exteriores francés.
-Sí, y un trepa de categoría -aportó Henri.
-El mismo -confirmó Camille-. Pues bien, a Raoul... quiero decir, a Fleury se le ha metido en la cabeza que Francia debe ser el nuevo “amigo especial” de los Estados Unidos.
Pese a que la conversación transcurría en francés, Camille recalcó lo de “amigo especial” en inglés y con un deje inconfundiblemente irónico. Incluso su inexpresivo rostro reflejó una mueca que se podría interpretar como sarcástica.
-¡Pero qué me estás contando! -Tom apenas pudo contener su indignación-. NOSOTROS siempre hemos sido los amigos especiales. Es más, son nuestro primos, y nunca dejarán de serlo. Y menos para juntarse con los franceses.
A Henri le hizo gracia la rabieta de su cuñado y no disimuló su hilaridad, que acompañó de una convincente imitación de lloriqueo, una demostración de cómo se hacen pucheros y una variada gama de mohínes. Por la mirada de odio de Tom, a este no le hizo ninguna gracia.
-Eso es lo que piensa todo el mundo -dijo Camille sin hacer caso ni a uno ni a otro-, pero Raoul... digo Fleury tiene una idea diferente. Inglaterra está en decadencia...
-El Reino Unido -precisó Henri.
-Como quieras. El Reino Unido está en decadencia. Sus espías ya no son lo que eran y su presencia en el mundo ha pasado a ser marginal, casi anecdótica. Raoul... Fleury cree que esa relación especial no da más de sí, que habéis metido la pata demasiadas veces...
-Mira quién fue a hablar.
-Oye, mejor que no empecemos a hacer cuentas -dijo Henri, recordando su pasado en los servicios de inteligencia franceses.
-Después de todo esto de las filtraciones a la prensa -afianzó su argumento Camille-, se ha demostrado que no sois fiables.
-Anda, y me lo dice esto una periodista que sabe todos los secretos de Raoul... digo de Fleury.
-El caso es que los yanquis ya no se fían de vosotros -cortó Camille-. Bueno, en realidad ya nadie lo hace.
-Ni de vosotros. Ni vosotros os fiáis de vosotros. Si yo fuera americano, pues a lo mejor miraría a los alemanes...
-¡Pero qué estás diciendo! -soltó Henri-. Que el rencor no te ciegue. Vamos, hombre, me vas a salir ahora con los alemanes.
-De acuerdo, tienes razón -asumió Tom-. Los alemanes tampoco. Lo que quiero decir es que, bueno, si yo fuera americano, no me fiaría de ningún europeo, ya les hemos dado muestras de sobra a lo largo de la historia de que no pueden contar con nosotros. Pero ya que con alguien hay que colaborar... Al menos nosotros hablamos el mismo idioma.
-No estoy tan seguro de ello -matizó Henri, que no podía permitir quedarse fuera de la discusión-. Ahora todo el mundo habla inglés.
-Menos los franceses -estuvo rápido Tom.
-Touché. Menos los franceses. Pero eso, que lo del idioma da igual. Y haz el favor de dejar hablar a Camille, que para algo ha venido.
-Sí, tienes razón. Camille, continúa, por favor -dijo Tom con su mejor acento y sus mejores modales.
-El caso es que Raoul... Fleury piensa que nosotros tenemos una posición privilegiada por nuestros contactos en Oriente Próximo y en Rusia que pueden ser de mucha utilidad para sus planes de seguridad.
-Vamos, no se lo cree ese Fleury ni harto de beaujolais.


53


En otra parte de París Helen era acompañada por Beliy a la entrada de un almacén que dejaba el centro de los servicios de seguridad franceses como modelo de renovación arquitectónica. No es que fuera tétrico, más bien desolado, frío, mezquino. Pero Helen no estaba para consideraciones estilísticas.
-No se me ocurriría un sitio mejor para una ejecución -le dijo a Beliy sin mostrar con sus gestos la preocupación que dejaban asomar sus palabras.
-No te pongas melodramática, Helen. Mira, para que se te despejen todas las dudas, quiero que llames a Khun ahora mismo.
-En eso estaba pensando yo.
Dicho y hecho, Clarke marcó el número de su superior, que contestó cuando todavía sonaba el primer pitido. Tras intercambiar unas pocas palabras, Helen cortó la comunicación con cara de perplejidad.
-Me ha dicho que confíe plenamente en ti.
-Ya te lo había dicho yo.
Pese a las palabras de seguridad que le habían trasmitido Khun y Beliy, ahora Helen parecía más intranquila. Cuando entró a la nave central del almacén y vio quién le esperaba allí, sus rodillas flojearon.
-¡Harker!
-El mismo que viste y calza -dijo John con una sonrisa de oreja a oreja.
-Pero ¿qué haces tú aquí?
-Mejor será que nos sentemos, dijo Beliy acercando unas sillas.


54


-¿Y qué contactos son esos? -retomó la conversación Winder después de tomarse unos segundos para asimilar lo que para él no eran más que un cúmulo de despropósitos imaginarios.
-Según me has contado, ya estás al tanto de la existencia del FIL, ¿verdad? -dijo Camille como quien da una lección ya sabida.
-Claro, son los que van a comprar el armamento a los rusos. Por eso estamos aquí.
-Pues bien... -Camille jugó por unos segundos con las expectativas de Tom-, el FIL somos nosotros.
-¿Qué? -Tom volvió a ponerse de pie de golpe.
-Lo que oyes. El FIL es una marioneta. Está formado por miembros de los servicios de inteligencia franceses.
-Sabía que estaban muy infiltrados por la DGSE, pero de ahí a decir que sois vosotros...
-La proporción de infiltrados es tal que la ecuación se invierte -trató de explicarse Camille-. Es decir, hay una media docena de terroristas legítimos, por decirlo de alguna manera...
-Y que manera -apostilló Henri, que también estaba sorprendido de lo que estaba escuchando.
-Pero la dirección, estrategia y comunicación del grupo está en nuestras manos -continuó Camille-. A través de ellos tenemos un conocimiento, e incluso diría que un control amplísimo de todo lo que se mueve en Oriente Próximo.
-Camille, no sé hasta qué punto estás al tanto de todo este embrollo -dijo Tom condescendiente-, y con embrollo me refiero a política internacional. Pero aún asumiendo que la seguridad francesa controle el FIL, no creo que eso suponga que esté al tanto de todo lo que pasa en Oriente Próximo.
-Tom -respondió Camille imitando su tono condescendiente-, por tu especialidad no creo que conozcas muy bien lo que está pasando ahora mismo en esa región. Pero sí que sabes que “quien tiene la información tiene el poder”, y estos grupos son tan endogámicos que no se mueve una hoja sin que todos ellos se enteren.
-Endogámicos, puede, pero también desconfiados. ¿O me vas a decir que os cuentan todos los planes que tienen?
-Se trata de una cuestión de confianzas -Camille volvió a adoptar su papel profesoral-. Nosotros les damos algo y ellos corresponde con educación.
-Estás empezando a hablar como un espía -dijo Henri receloso-. Tanto “nosotros, nosotros”.
-No -replicó Camille con firmeza-. Solo soy una patriota.
Cuando Tom y Henri se recuperaron del ataque de risa que les entró, Tom se puso serio.
-Bueno, entonces, ¿de qué va todo esto de la operación Jinete Nocturno?
-Eso se merece un capítulo aparte.


viernes, 24 de enero de 2014

Ancho Mar de los Sargazos, de Jean Rhys


Hace falta mucho tesón para perseverar durante más de 30 años en el oficio de la escritura sin obtener ninguna recompensa. Jean Rhys no parece una persona especialmente estable y su durísima vida desde luego no le propició el mejor ambiente para escribir (aunque, sin duda, sí la materia prima necesaria para hacerlo con profundidad y perspectiva). Por eso no deja de ser admirable su constancia, que finalmente, como en una novela, le traería el fenomenal éxito de Ancho Mar de los Sargazos.

Si toda la bibliografía de Rhys es autobiográfica, Ancho Mar no lo es menos. Y eso que se trata de una renovada visión de Jane Eyre centrándose en el personaje de Bertha (aquí Antoinette) y un Rochester muy diferente al que conocíamos. Pero la experiencia de Rhys, su infancia en las Antillas, su problemáticas relaciones personales y su visión desencantada del mundo están presentes en cada página.




No se trata, pues, de un juego metaliterario. Las novelas que adoptan a personajes de clásicos para darles una nueva vida no suelen funcionar por lo que este juego tiene de falso, de impostado. Pero si Rhys triunfa es porque se toma su tarea totalmente en serio. Conoce a la perfección Jane Eyre, pero solo para poder dejarla aparte. Su historia es totalmente diferente. Sentida, personal, enrabietada.

Como explica Mª José Coperías en su presentación, Ancho Mar puede ser interpretado de numerosas maneras: desde la óptica de la literatura poscolonial a la revisión feminista. Pero esos temas, muy interesantes, entran dentro de la órbita del especialista. Lo que el lector se encuentra es un drama íntimo, escrito con una maestría serena, abierto a multitud de lecturas. Todo lo que se nos cuenta está como velado, siempre parece que hay algo detrás que no se nos ofrece a las claras. Cada personaje da su propia versión, incompleta y sesgada. Como en las mejores novelas, es tarea del lector completar el trabajo. Ya nunca leeremos Jane Eyre de la misma manera.

Editorial Cátedra
Traducción de Elizabeth Power

jueves, 23 de enero de 2014

Abadía Pesadilla, de Thomas Love Peacock


Para algunos historiadores de las ideas el Romanticismo está en el origen de todos los males. Su negación de los principios de la Ilustración para caer en la irracionalidad y el dominio de los sentimientos, abrió un camino peligroso que, según estos estudiosos, acabaría despertando al monstruo del totalitarismo. Pero al Romanticismo también se le puede acusar de pecados más veniales, como la generación de armadas de quejicas llorosos. Por otra parte, esto tendría su lado bueno, como el surgimiento de sátiras tan geniales como Abadía Pesadilla.

Thomas Love Peacock pertenecía por edad a la primera generación de románticos ingleses (Lord Byron o Keats), e incluso fue amigo de algunos de ellos, como Shelley, protagonista poco disimulado de Abadía Pesadilla. Quizá Shelley pensaría “con amigos como estos...”, pero lo cierto es que, si por algo se caracterizan los autores ingleses es por su sentido del humor, y Peacock demostró una vez más que ante la pomposidad, mejor que el sermón redentorista es la burla que desnuda su ridiculez.




En Abadía Pesadilla nos encontramos con una parodia de la novela gótica (subgénero del que ya hablamos a propósito de La abadía de Northanger). En el castillo que da nombre al libro se reúne un grupo de excéntricos románticos que ven la vida teñida de negro y que se complacen en el lamento y el pesimismo. La nociva influencia del Werther ha asolado Europa (e Inglaterra) y estos poetas y filósofos se entregan a la desesperación y la melancolía. Aunque aquí tienen nombres como Lugubrino, Ceñudo o Marioneta, sus nombres reales son bien conocidos. Cierto que en la lectura actual se pierde algo de la chispa original, pero las notas de María Cuenca Ramón ayudan a contextualizar y enterarse de los entresijos que Peacock usó para divertirse a costa de sus amigos.

Otro punto gracioso de la novela es que la parte final se convierte en puro vodevil. Peacock utiliza Stella, de Goethe, como modelo para exponer un juego de alcobas y amantes que esta vez parecería puramente francés. Porque todo el libro consiste en realidad en este juego de referencias cruzadas y puesta en solfa de los principios románticos. El héroe jura suicidarse a una hora determinada. Pero el reloj atrasa. No, no atrasaba. Bueno, ya es demasiado tarde.

Editorial El olivo azul
Traducción de María Cuenca Ramón

miércoles, 22 de enero de 2014

El pensamiento salvaje, de Claude Levi-Strauss


En la exaltación ideológica de los años 60 había poco espacio para la moderación. Principalmente desde las facultades francesas de Ciencias Humanas se inició una renovación analítica a menudo influida por el marxismo que llevó a expresar una cantidad de disparates que hoy en día parecen casi increíbles (solo por citar uno especialmente descabellado, el antropólogo Bruno Latour aseguró que Ramsés II no pudo morir de tuberculosis porque en su época el bacilo de Koch no había sido descubierto). Pese a su patente ridiculez, Imposturas intelectuales demostró que algunas de estas teorías descabelladas y charlatanas sigue teniendo cierta vigencia, curiosamente más en las universidades de Estados Unidos que en Europa.

Pero no todos los estudios de esa época fueron grandilocuentes loas a la nada, sino que en algunos campos la revolución fue real y los nuevos métodos de investigación y análisis que propiciaron siguen siendo válidos. Entre los nombres más destacados de ese periodo sigue destacando Claude Lévi-Strauss, el etnólogo que creo un nuevo sistema de acercamiento a los pueblos “primitivos” (a partir de él la palabra tuvo que matizarse con las comillas), y que planteo un sistema global, el estructuralismo, siempre discutible, pero que dio pie a interesantísimas innovaciones.




En El pensamiento salvaje Lévi-Strauss despliega un apabullante muestrario de categorías, sistemas, y listas para demostrar que los “salvajes” poseen un pensamiento abstracto desarrollado y unos principios de estructuración tan complejos como los que pueda tener el mundo occidental, solo que diferentes. Pero lo más importante es que Lévi-Strauss no cae en el relativismo. Su aportación principal fue dar valor a los pueblos “primitivos”, no considerarlos como sub-humanos, sino pertenecientes a culturas diferentes, sin que ello suponga una degradación de la importancia de la naturaleza humana.

Efectivamente, en el eterno debate entre cultura y naturaleza, Lévi-Strauss pone enfasis en la realidad de esa naturaleza humana que muchos de los pseudofilósofos de la época negaban. La influencia cultural es patente, pero ello no impide que cada “raza” (otro término que perdió sentido) comparta un fondo común. Las referencias, las tradiciones, los sistemas de comunicación pueden ser distintos, pero el ser humano siempre es el mismo.

Editorial Fondo de Cultura Económica
Traducción de Francisco González Aramburo

martes, 21 de enero de 2014

Adventures in the Screen Trade, de William Goldman


Pese a ser guionista, el nombre de William Goldman no es del todo desconocido. Cierto que también es novelista, pero su nombre es familiar por sus renovadores guiones de los años 60 y 70 (Harper, Dos hombre y un destino), y sobre todo por La princesa prometida, una de las pocas películas que se pueden calificar con exactitud como “para todos los públicos”.

Después del éxito de Tiburón y La guerra de las galaxias y del fracaso de La puerta del cielo, Hollywood entró en declive del que para muchos todavía no ha salido. Remakes, continuaciones y películas infantiloides se convirtieron en la norma, dejando poco espacio para las producciones con unas mínimas ambiciones de calidad. En este contexto, que coincidió con la gran crisis económica y social que vivió Estados Unidos a finales de los 70, William Goldman decidió repasar su carrera y le salió Adventures in the Screen Trade (Aventuras de un guionista en Hollywood), un estupendo libro que combina anécdotas y biografía de una manera tan amena como brillante.




En la primera parte del libro, Goldman disecciona el ecosistema hollywoodiense: desde los productores (siempre en reuniones improductivas) hasta las estrellas (los verdaderos motores de la industria), pasando por los agentes (o gentes sin corazón, a-gentes), Goldamn mezcla humor y frialdad analítica para presentar un panorama tan atractivo como repelente. En la segunda parte, Goldman se centra en su propia carrera como guionista y se explaya en las experiencias entre surrealistas y patéticas que tuvo durante la preparación de Todos los hombres del presidente o Un puente muy lejano.

La última parte del libro está dedicada íntegramente al proceso de adaptación de un cuento a la pantalla. Porque además, Goldman también es muy instructivo. Primero transcribe un relato propio, para a continuación debatir las posibles técnicas de aproximación, realizar el guión en sí y discutir con diversos profesionales del cine cómo llevarían ese texto a la pantalla. Adventures se convierte así en una doble lección de cómo escribir: por el libro en sí y por los consejos que atesora.

Editorial Warner Books
Edición en castellano de Plot

lunes, 20 de enero de 2014

Jinete Nocturno (XI)

46

Helen podría haberse dormido sin que nadie se diera cuenta. Era una de las habilidades que había aprendido durante su entrenamiento y que había desarrollado en múltiples reuniones de trabajo (incluso le daba la sensación de que, como la mayoría de los participantes en estos simposios compartían su destreza en esta materia, la mitad del auditorio pasaba muchas de estas reuniones en el reino de Morfeo de manera inadvertida).
Pero había decidido que su obligación era permanecer atenta. Lo cierto es que no se enteraba de nada de lo que estaba pasando y que los franceses seguían haciéndole el vació, pero ella era una profesional y no se podía permitir veleidades. Bueno, alguna cabezadita podía permitirse.
En este estado de sopor se encontraba cuando una llamada a su móvil la despejó de golpe. El número era desconocido.
-Clarke.
-Salga a la puerta F.
-¿Quién es?
-Enseguida lo sabrá.
-Como comprenderá...
-¿Quiere ver a Harker? Pues esté en la puerta F en cinco minutos.
La comunicación se cortó. Helen no estaba muy segura de qué hacer, de en quién confiar. Pero estaba claro que los franceses no le iban a ser de ninguna utilidad, así que era mejor arriesgarse.
El permiso para salir de las instalaciones le fue concedido casi con alivio, así que no tuvo ningún problema para salir de la sala de operaciones. Algo más complicado fue encontrar la puerta F, pues el plano del edificio, que se encontraba en cada esquina, como esos indicadores de las salidas de emergencia que hay en los hoteles, era tan confuso como los métodos de investigación de sus colegas gabachos. Pero sabía moverse con seguridad y antes de que se cumplieran los cinco minutos ya estaba en el lugar de la cita.
Exactamente en el momento previsto, apareció un coche de alta gama que se detuvo junto a ella. Para llegar allí había tenido que pasar varios controles de seguridad y procesos de identificación, así que Helen estaba moderadamente tranquila (tampoco es que ahora fuera a confiar en la seguridad francesa por completo).
Una puerta trasera se abrió y alguien la invitó a que se subiera.
-Antes de entrar me gustaría saber con quién estoy tratando.
-Vamos, Clarke, que tenemos prisa.
Ninguna cabeza se había asomado, pero Helen no tuvo ninguna duda en identificar a Beliy, su viejo conocido de los servicios de inteligencia rusos.


47


Por edad, Beliy podía haber participado en los gloriosos años del espionaje, durante la Guerra Fría. De hecho, muchos jóvenes aspirantes se le acercaban ya con la boca abierta y le preguntaban con delectación sobre aquella época prodigiosa ya pasada. Beliy ponía su cara de misterio y hacía como si no pudiera contar nada. Lo siento, muchacho, pero hay cosas de las que es mejor no hablar.
Pero en realidad, antes de la caída de la Unión Soviética, Beliy había sido un periodista ajeno a los juegos de espías. Solo después del deshielo, cuando los servicios de seguridad rusos se dieron cuenta de que debían modernizarse, o al menos simularlo, Beliy ingresó en su organización.
Su simpatía natural, su capacidad para camelar a todo tipo de personas y su facilidad para entablar relaciones, le hacían idóneo como “relaciones públicas” de la renovada agencia. Además, su previo trabajo como periodista le había dado tablas para moverse en diferentes ambientes y estar al tanto de lo que se cocinaba en el mundo, y su dominio de varios idiomas facilitaba su movilidad.
Su trabajo siempre se desarrolló fuera de Rusia. Aunque su ilusión había sido entablar un nuevo pacto con los Estados Unidos, ese puesto lo ocupó alguien con mejores relaciones mientras que él tuvo que conformarse con la vieja Europa.
A lo largo de los años viajó por todo el continente y Gran Bretaña tejiendo contactos, mostrando la cara amable del oso ruso y demostrando que tenían las mejores intenciones. Su comportamiento era más propio de un presentador de televisión que el de un anquilosado miembro del aparato, y a la mayoría de los espías, acostumbrados a estar en la sombra y pasar desapercibidos, les encantaba que les tratara como celebridades. En realidad, nadie se tragó el anzuelo de su encanto, solo jugueteaban con él, pero todos terminaban, en alguna medida, hechizados con Beliy.
Uno de sus recuerdos más gratos se situaba en Inglaterra. Los buenos modales de los ingleses y su actitud de benevolencia, por muy fingida que fuera, le llevaron a hacer grandes amigos durante su periplo isleño. El tópico de la taza de té con galletas resultó ser cierto. Beliy estaba fascinado por poder mantener conversaciones civilizadas, llenas de erudición y sazonadas con batallitas. Fue en esos años cuando conoció a Helen Clarke.
Ambos se calaron desde el primer encuentro. Entre ellos surgió una complicidad que, pasando por encima de los mutuos recelos, se convirtió en una verdadera amistad. Siendo conscientes de los límites, sabían que podían confiar el uno en el otro. Y los dos compartían su pasión por la Rusia del siglo XIX y sus grandes novelistas, lo que propiciaba muchas horas de deleite.
Cuando Beliy tuvo que abandonar Londres para hacerse cargo de una nueva misión, sintió de veras el tener que dejar de ver a Helen. Aunque se prometieron permanecer en contacto, lo cierto es que al poco tiempo las ocupaciones de cada uno acabaron por romper la comunicación. Pero los dos guardaron el recuerdo de su colega con aprecio y respeto. Por eso, cuando Helen reconoció a la persona que la invitaba a subir al coche no dudó ni un segundo en que podía confiar en él.


48


-¿Qué es ese ruido infernal?
-Espabila, Harker, que los demás ya están en camino.
Después de haber saciado su hambre como si no hubiera mañana, Harker había vuelto a sentirse raro. Intentó interrogar a su proveedor sobre los motivos de su malestar, pero antes de poder elaborar una frase cayó redondo al suelo.
Un tiempo indeterminado después, de nuevo se encontraba totalmene desconcertado.
-¿Cuánto tiempo ha pasado?, ¿dónde estamos? ¿adónde me queréis llevar? ¿quiénes sois vosotros?, ¿esto es una especia de tortura?, ¿estáis intentando volverme loco?, ¿qué juego retorcido es este?
El proveedor, que seguía a su lado, le miró con simpatía.
-No hay nada que me guste más que una buena charla filosófica. Ay, Harker, lo que daría yo por poder sentarme aquí contigo durante toda la tarde y divagar sobre lo divino y lo humano. Solo en intentar explicarte quiénes somos ya podría explayarme durante horas. Y si me permitieras perorar sobre a dónde vamos, vaya, podríamos ver el amanecer y no habría ni empezado.
-Mire, señor proveedor -dijo Harker implorante-. Me duele mucho la cabeza, sin embargo el cuerpo lo tengo insensible. Hoy me han disparado con una ametralladora, me ha pasado un todoterreno por encima, me han drogado, me han envenenado, y todavía tengo que reunirme... bueno, con gente importante. Así que se lo ruego, me pongo de rodillas, se lo suplico, señor proveedor, no me venga con filosofías.
-Totalmente de acuerdo. En serio, Harker ¿Cómo te encuentras? -en apariencia parecía realmente preocupado.
-Pichí pachá.
-¿Crees que estarás bien para la reunión?
-Es que tengo que estarlo.
-Así se habla. En marcha, que tenemos que recuperar el tiempo perdido.


49


-Esto va más allá del “si algo puede ir mal, irá mal”. No había presenciado una concatenación de mala praxis, incompetencia, dejadez, falta de oficio y negligencia así en toda mi dilatada carrera.
-Cuando las cosas se ponen a mal...
-¡Sí, ahora será el destino, o alguna de esas paparruchas!
-No, si yo...
-¡Cállese!
-...
-¡Pero hable! Cuénteme otra vez, y ahora muy despacito todo lo que ha pasado, porque todavía no me lo creo.
-Bueno, pues yo, yo, yo...
-¡Sin tartamudeos, que tenemos prisa!
-A ver...
-¡Adelante!
-Empecemos por Winder. Resulta que se puso en contacto con un compinche, un antiguo miembro de la DGSE ojo al dato. Se las apañaron para salir del hotel sin ser vistos, pero estamos investigando las líneas telefónicas y recopilando datos.
-¡Perfecto! Tienen que vigilar a un solo tipo y dejan que se escape sin tan siquiera dar las buenas tardes. Espero que al vigilante le caiga un buen puro.
-Es un buen tipo, un poco confiado, quizá...
-¡No me diga! Por eso le han puesto a vigilar a un agente perfectamente preparado. Es tan buen tipo que con pedirle las cosas con educación ya lo tienes todo solucionado. A lo mejor hasta les llamó un taxi para que no tuvieran que preocuparse. ¡Cuánta consideración!
-El hecho es que ahora mismo no sabemos dónde están...
-¡Genial! Esta es su ciudad, supuestamente lo tenían todo controlado, todo vigilado, y el inglesito este se las pira sin que sepan olerle el rastro.
-Bueno, es solo cuestión de tiempo. Tenemos a un equipo detrás de él y no dudo que le encontraremos en cualquier momento.
-¡Claro! Cuando esté delante de nuestras narices y lo haya echado todo a perder. ¿Qué hay de Clarke?
-Resulta que la perdimos de vista un segundo y... y... y... Bueno, que se ha esfumado.
-¡Y la tenían en su centro de operaciones! Es que se lo cuentas a cualquiera y no se lo cree. Ni tan siquiera ha tenido que pegar un tiro, ni dar un puñetazo. Sale por la puerta, y adiós muy buenas. Ya entiendo por qué a eso se le llama despedirse a la francesa ¿Cierto?
-Bueno... la verdad es que sí. Pero fue muy sutil.
-¡Sutil mi culo! Y los que entraron a llevársela se pasearon por el cuartel general de los servicios de inteligencia franceses como Pedro por su casa.
-Tampoco es eso...
-¡Cállese! Estoy empezando a preguntarme de qué lado están.
-No, eso no...
-No, si ya sé que lo suyo es pura incompetencia. Solo falta que aparezca por aquí
el inspector Clouseau.
-Fue un despiste. Los responsables ya han sido llamados a capítulo. Todas las agencias tienen sus garbanzos negros.
-¡Pero de qué me está hablando! Esto es un monumento a la ineficacia, una demostración, por si hiciera falta, de que no se puede confiar en vosotros. Supongo que comprenderás que esto deja en el aire todos los planes de colaboración en los que estábamos trabajando.
-No, ya, si...
-¡Que te calles! Ahora dime qué ha pasado con Harker.
-Este... Pues también ha desaparecido del mapa. Después del incidente en la carretera creíamos que ya le teníamos...
-¡Eso! ¿No me dijo que tenía a unos profesionales detrás de él y que ellos se encargarían de eliminarlo?
-Sí, parecía cosa hecha. Pero la cuestión es que ha tenido alguna ayuda externa y se ha evaporado.
-¡Ni me hables!
-Pero no se preocupe, que tenemos algunas pistas sólidas. Le interceptaremos antes de que ponga en peligro la misión.
-¡Ya es demasiado tarde para eso!
-Hombre...
-¡Ni hombre ni mujer! A partir de ahora quedan limitados a labores de apoyo. Vamos, a quedarse sentaditos y mirar. Nuestro hombre ya está en territorio francés. Él se ocupara de todo en adelante. Empezando por Harker.
-Si podemos...
-¡Chitón!


jueves, 16 de enero de 2014

La lengua absuelta, de Elias Canetti


Aunque en su juventud Elias Canetti escribió algunas obras de teatro y una única novela (la extraordinaria Auto de fe), en realidad es uno de los pocos ensayistas que ha logrado obtener el Premio Nobel de Literatura. Más concretamente, se puede argumentar que logró este galardón por una sola obra, Masa y poder, “la obra de toda una vida”. Pero, además de Masa y poder, uno de esos libros que ya han alcanzado tal categoría mítica que casi nadie lo lee (cuando es una inagotable fuente de reflexión y perspicacia), Canetti también es el autor de una autobiografía que hará perdurar su nombre.

El primer tomo de estas memorias es La lengua absuelta, que abarca sus primeros 16 años de vida. No fue un periodo tranquilo, pues en este tiempo Canetti vivió en Bulgaria, donde estaba establecida su familia, de origen sefardí; Inglaterra, a donde se trasladó siguiendo a su padre precisamente para apartarse de su familia y prosperar en los negocios; en Viena, tras la muerte prematura de su padre, y que era una ciudad legendaria para él debido a la devoción de su madre; y finalmente a Suiza, escapando de los peligros de la I Guerra Mundial, y donde el joven Canetti encontrará el paraíso terrenal.



Si Canetti era un niño “especial” (lo de difícil le vendría más tarde), su familia no se quedaba atrás. Tenemos al áspero abuelo materno, a la abuela que no se levanta nunca del diván, al inconstante abuelo paterno, al gran tipo que era su padre, el hombre más honrado del mundo, y sobre todo a su madre. Durante la parte central del libro, la madre de Canetti se convierte en la verdadera protagonista. Viuda joven, tiranizada por los celos de su propio hijo, con las ideas claras y la decepción de su vida artística malograda, su relación con Elias es de tragedia griega.

Todo el libro es una recuperación de imágenes, a veces deslavazadas, tratadas con la inconsistente mirada de un niño. Es curioso que Canetti, un autor totalmente obsesionado con la palabra y el texto escrito, sin embargo para recobrar su memoria utilice recursos casi puramente icónicos. El libro comienza con un color (por entonces Canetti todavía no tenía el don de la palabra) y partir de entonces cada escena nace en una imagen, una sensación. Solo en la revisión madura llegará la explicación, esta sí puramente verbal.


Editorial Muchnik
Traducción de Lola Díaz