viernes, 30 de mayo de 2014

Todo lo que era sólido, de Antonio Muñoz Molina


Hay algunos lectores que admiran las novelas de Antonio Muñoz Molina pero a los que se le atraganta su labor como articulista. Ven en sus columnas un tono sermoneador, como si te estuviera echando la bronca sin que tuvieras culpa alguna, que le sitúa en la categoría de “latoso”. El propio Muñoz Molina diría “aguafiestas”. Es probable que estos lectores no se acerquen a Todo lo que era sólido, pero harían mal. Hay cosas que se deben decir, sin pomposidad ni superioridad, de manera clara y contundente. Y Muñoz Molina lo hace de manera magistral.

Todo lo que era sólido es un libro peculiar, a medio camino del estudio histórico (aunque lo que narra es muy reciente, parecería que se trata de una época remota que ya casi hemos olvidado) y el reportaje periodístico (pero utilizando un método periodístico ya también pericletado, riguroso y atento a los hechos). También se puede ver como un libro costumbrista, como un repaso a los motivos que nos han llevado al desastre actual. Pero no es un simple reparto de culpas, es un intento de aclarar qué hemos hecho mal para tratar de encontrar soluciones.




En un repaso que no llega a abarcar ni diez años, el autor pasea por realidades totalmente diferentes: de la época del pelotazo, cuando España estaba dispuesta a conquistar el mundo a base de talonario, a un presente donde domina la incertidumbre y no podemos estar seguros de que lo que dábamos por hecho se mantenga en pie al día siguiente. Los políticos se llevan la peor parte en el reparto de responsabilidades, pero los empresarios y también los ciudadanos tienen su cuota de culpa. Las señales estaban ahí para quien quisiera verlas, pero a nadie le gustan los aguafiestas.

Porque Muñoz Molina señala lo peor y lo mejor de los españoles: afea las ancestrales taras del país, pero no se conforma con el fatalismo ni la rendición incondicional. Nada de “como aquí no se vive en ningún sitio”, pero tampoco “la historia de España es como la morcilla”. En realidad el libro es una lección de civismo: no plantea grandes revoluciones ni utopías populistas, sino pequeños cambios de medida humana: buenos modales, educación, razón. Es un poco como la teoría de los cristales rotos: empecemos con los pequeños gestos y acabaremos por tener una sociedad más amable, más instruida y más justa.

Editorial Seix Barral


jueves, 29 de mayo de 2014

Días de ira, de Jorge Volpi


Jorge Volpi es conocido sobre todo por sus ambiciosas y panorámicas novelas, repletas de personajes e historias paralelas, en las que recompensa la lectura con un goce que solo proporciona la gran literatura. Pero Volpi también se ha aventurado en otros campos, no por más restringidos menos arriesgados. En Días de ira se reúnen tres relatos (aunque el propio autor duda a la hora de calificarlos, dada su extensión entre dos aguas) en los que esa misma imprecisión nominal se traslada a unos argumentos siempre esquivos, de interpretación dudosa.

A pesar del oscuro silencio es el más perturbador de los tres. Estamos ante ese aparente tópico en el que un escritor (además llamado Jorge) comienza a investigar la vida de otro escritor (el químico y poeta mexicano Jorge Cuesta) hasta el punto de meterse en su piel, casi de manera literal. La narración se vuelve cada vez más alucinada, más sucia e inquietante. Al final la confusión (en su doble sentido) será total, demostrando la posibilidad de un influjo fatal de las letras sobre la vida. O viceversa.




El segundo relato, Días de ira, tiene una construcción narrativa prodigiosa. Lo de juego de espejos se queda corto en esta historia en la que el narrador lee su propia historia contada por él mismo pero escrita, supuestamente, por otro (¿Jorge?), a lo que se suma el propio texto que está leyendo el lector y que se convierte en un recitado en tiempo real de lo que está pasando. Una vez más, la locura toma posesión de la realidad y el lector se encuentra tan desconcertado como su protagonista.

En su intento por definir este género híbrido entre novela y cuento, Volpi señala algunas obras maestras que ayudan a definir el concepto: La muerte de Iván Íllich, Los muertos, La metamorfosis... Sin duda textos que se sitúan fuera de categoría (también en su doble sentido). Y no costaría mucho incluir El Juego del Apocalípsis entre sus hitos. Esa precisión matemática necesaria para encajar una historia de extensión limitada y unos personajes complejos sin total capacidad de desarrollo es ejercitada aquí con absoluta soltura. Como en sus novelas, pero con un efecto reconcentrado, Volpi consigue fascinar al lector al guiarlo por un mundo en el que el fin de los tiempos puede manifestarse en la desaparición de un hámster.


Editorial Páginas de Espuma

miércoles, 28 de mayo de 2014

Trabajos de amor ensangrentados, de Edmund Crispin


Al leer un libro como Trabajos de amor ensangrentados a cualquiera le parecería que escribir una novela de detectives es pan comido. Unos personajes carismáticos, una trama retorcida, unos escenarios emblemáticos, una persecución, alguna historia de amor, y voilà!, ya tenemos la novela hecha. Y sin embargo qué difícil es que todos estos elementos no se queden en personajes acartonados, una trama incoherente, unos escenarios pálidos...

Sigamos con los ingredientes de la receta perfecta preparada por Edmund Crispin: si Gervese Fen ya ha ingresado en las antologías de detectives (el tiempo pasa, pero él se mantiene igual de ingenioso y brillante), aquí aparecen nuevos personajes, como ese desfile de personajes excéntricos o esas alumnas libidinosas, que no tiene desperdicio. En el argumento Crispin introduce un apasionante juego relativo a Shakespeare, manuscritos y obras perdidas que emocionarán a cualquier aficionado a la lectura, mientras que del espacio elegido, un internado en la campiña inglesa, Crispin saca todo el partido imaginable.




Ahí está el talento de Crispin, en transformar los componentes básicos de la narrativa en deliciosos bocados apropiados para el más exquisito paladar. El lector se siente cómodo en estos paisajes; reconoce, aunque sea de manera puramente literaria, esos pubs de pueblo; se inmiscuye sin reparo en elaboradas discusiones literarias; ejerce de detective aficionado en busca de ese detalle revelador que parece tan evidente pero que no acaba de encajar. Pero tan a gusto como está, tampoco podrá evitar sorprenderse con los giros de la trama.

Como ya dijimos al hablar de El canto del cisne, para Crispin el forjado detectivesco no deja de ser secundario. En Trabajos de amor no sería difícil encontrar lagunas explicativas y algunos saltos de credibilidad que el autor salva con displicencia. Pero es que al lector tampoco le importa demasiado que las deducciones se sostengan con alfileres: lo importante es el tono, la inventiva, la pura diversión que se va acelerando según pasan las páginas.

Editorial Impedimenta
Traducción de José C. Vales

lunes, 26 de mayo de 2014

La invención del color, de Philip Ball


En la introducción de La invención del color, Philip Ball cuenta que después de dos años trabajando en este libro, visitar un museo era para él como llegar a un país cuyo idioma se ha aprendido recientemente: empiezas a comprender más cosas, lo que antes intuías ahora lo entiendes, los matices cobran sentido. Al finalizar el libro, el lector no tendrá la misma fluidez, pero sí que dispondrá de unos recursos suficientes para que la próxima vez que si sitúe ante un cuadro su análisis sea más rico y formado.

Porque, asumámoslo, muchas veces nuestra apreciación del color en las obras del arte es superficial. Se suele valorar un cuadro por su composición, a veces incluso por algo tan banal como su tema, y muy a menudo por la calidad del dibujo (siempre que no se trate de arte moderno, claro...). Pero en realidad la pintura es el arte de la luz y el color, y en estos aspectos es donde debería centrarse una mirada más atenta y profunda. Un color mal elegido puede echar a perder un cuadro, pero una observación negligente puede hacer que nos perdamos el valor del arte en toda su gloria.




Philip Ball, químico de formación, no puede permanecer ajeno al componente científico de los colores, por lo que su libro es en realidad un dos en uno. Por una parte, es una tradicional historia del arte, centrada obviamente en la evolución del uso de los colores. Pese a haber sopesado la posibilidad de dedicar un capítulo a cada color, al final se inclinó por el relato cronológico (con la excepción del azul, que sí cuenta con el privilegio de un capítulo exclusivo), y La invención del color se puede leer como un original y cuidado estudio que no descuida escuelas, artistas y modas (aunque el lector español pueda echar en falta más referencias a pintores como Velázquez, Goya o Picasso, por citar solo a los más famosos).

Pero Ball también reserva un amplio espacio a la parte puramente científica del color. Desde lo más básico (qué es la luz, cómo se percibe), pasando por un catálogo repleto de nombres exóticos y sugerentes, una indagación en los orígenes de los nuevos colores y un repaso por las innovaciones más destacada, hasta las mucho más elaboradas explicaciones químicas (estas sí que ocupan una parte marginal, no es un libro para expertos), el autor recorre una historia llena de hallazgos fortuitos, empeños personales que parecían llevar al fracaso y se transformaron en revoluciones y, ante todo, una pasión que ha empapado a todos los grandes creadores.

Editorial Turner
Traducción de José Adrián Vitier

viernes, 23 de mayo de 2014

Belleza compulsiva, de Hal Foster


Nos da la impresión de que a menudo se toma el surrealismo demasiado en serio. Al fin y al cabo, este movimiento tuvo uno de sus fuertes en la desmitificación de la historia del arte, casi en los límites de lo paródico. Y sin embargo, hoy es frecuente encontrarse con análisis que encuentran una profundidad y una complejidad en sus postulados que pueden sonar a broma. Desde luego, en Belleza compulsiva Hal Foster no está para chanzas: para él el surrealismo contenía un corpus ideológico perfectamente estructurado y desarrollado y tuvo una influencia que se ha hecho cada vez más patente.

El surrealismo era un avispero de contradicciones, entre las que se encontraba la no menor de ser una corriente artística que cuestionaba la función misma del arte. Aquí hay campo para explayarse. En Belleza compulsiva Foster no pretende realizar una historia del movimiento, sino que se centra en su teoría, para él evidente plasmación artística de las ideas de Freud, y en menor medida del marxismo. En concreto Foster se centra en el concepto de “siniestro”, clave interpretativa de la que se vale para desentrañar las a menudo opacas, incongruentes y perturbadoras creaciones de los surrealistas.




Cuando nos alejamos de sus obras y nos centramos en sus (abundantísimas) proclamaciones, nos parece que en el surrealismo hay abundancia de cháchara y de discusiones bizantinas no pocas veces autojustificatorias (o excluyentes, pocos movimientos tuvieron tantas divisiones, expulsiones y peleas cainitas), pero sin una base sólida. Sin embargo, Foster no se amilana ante boutades y maximalismos y detecta el fondo intelectual de unos personajes dotados para la provocación y la ruptura estética, pero, según él, también con un genuino sentido moral y político.

En cualquier caso, y dependiendo del punto de vista, el surrealismo se ha impuesto o banalizado. Cada vez es más común escuchar “esto es surrealista”, lo que podría indicar incomprensión del término (a menudo se confunde con “absurdo”), pero también que la vida, tal y como se entiende en la actualidad, ha sido conquistada por una percepción surrealista en la que el instinto y los impulsos han ganado la batalla a la razón. Francamente, más allá de algunos nichos artísticos y de torres académicas, creemos que no es así. O, por lo menos, lo esperamos.


Editorial Adriana Hidalgo
Traducción de Tamara Stuby

jueves, 22 de mayo de 2014

Las chicas de campo, de Edna O'Brien


Aunque tiene famosos y apasionados defensores, Edna O'Brien no es una escritora demasiado conocida, y desde luego no lo es es España. Además, aunque sigue en activo, padece la no infrecuente carga que sufren muchos autores de ser recordada sobre todo por su primera novela, en su caso Las chicas de campo. Por otra parte, se ha intentado reivindicar este libro como un punto de inflexión en la narrativa irlandesa, un acercamiento naturalista y con un punto de vista femenino a cuestiones hasta entonces ignoradas, lo que es muy interesante para la Historia de la Literatura, pero que no tiene por qué resultar atractivo para el lector común.

Y sin embargo, Las chicas de campo es mucho más que una pieza de museo. Sus personajes siguen estando vivos, su historia nos sigue concerniendo, su estilo en absoluto se ha visto afectado por el paso del tiempo. Una de las admiradoras de O'Brien a las que aludíamos es nada menos que Alice Munro, en quien no sería difícil encontrar las huellas de su influencia. La sutileza, lo sugerido, esa intrahistoria subterránea que nunca aparece explícitamente pero que tiene una fuerza explosiva, son marcas detectables en ambas autoras.




Un simple resumen de Las chicas de campo (unido a su poco estimulante título) podría llevar a la falsa percepción de que se trata de una historia melodramática repleta de tópicos irlandeses: el padre borracho, el convento de monjas maléficas, la iniciación a la vida de una adolescente... Pero O'Brien logra evitar caer en los lugares comunes gracias a una habilidad narrativa insólita en una escritora primeriza y a una sensibilidad que es la clara manifestación de sus cualidades estilísticas.

Por ejemplo, Caithleen, la protagonista y narradora, a menudo tienta el campo de la ñoñería, pero O'Brien lo compensa con el genial personaje de Baba, su malvada mejor amiga, que siempre ejerce como contrapunto canalla y cínico. Pero a lo largo de la novela también Caithleen añade capas de complejidad a una personalidad en apariencia simplona. Entre el miedo y la alegría, la miseria y la ilusión, la mediocridad cotidiana y los sueños románticos, Caithleen pasa de ser una de esas chicas de campo de apariencia torpe e ingenua a convertirse (o al menos hacerse pasar) en una chica de ciudad, desengañada pero con los recursos necesarios para afrontar lo que le espera.


Editorial Errata Naturae
Traducción de Regina López Muñóz


miércoles, 21 de mayo de 2014

50 grandes mitos de la psicología popular


Entre los numerosos enemigos de la ciencia, quizá uno de los más arraigados es el del sentido común. Y su peligro es doble, pues su capacidad para camuflarse y para imponerse a cualquier argumento es determinante. Dan igual las pruebas, los estudios, las evidencias más palpables: si alguien dice tener el sentido común de su parte, se acabó la discusión. En 50 grandes mitos de la psicología popular sus autores se enfrentan a este temible adversario y lo hacen con poderosas armas: convicción y un torrente de estudios que demuestran que muchas de las ideas que dábamos por ciertas son en realidad mitos sin ninguna base real.

Otro obstáculo para derribar estas creencias es que las personas son muy reacias a admitir estar equivocadas, a dejar atrás lo que toda la vida han dado como un hecho incontrovertible. Pero si algo deja claro 50 grandes mitos es que todos hemos caído en alguna de estas falacias, pues no se recogen tan solo los 50 mitos del título, sino cientos más que por extendidos, por no reflexionados o por conveniencia, hemos asumido de manera acrítica. Por otra parte, el efecto de las películas y de los medios de comunicación (ampliamente explicado en el libro) ha extendido muchas de estas falsedades hasta propagarlas por todo el mundo, y es difícil luchar con las armas del laboratorio contra el poder de la ficción.

Pero, como dicen Scott O. Lilienfeld, Steven Jay Lynn, John Ruscio y Barry Beyerstein, lo más importante no es descartar estas ideas por otras nuevas por el simple hecho de que alguien lo dice así, sino aprender un método para diferenciar lo verdadero de lo intuido. Por ejemplo, cuando se dice “como todo el mundo sabe”, hay que empezar a desconfiar. O hay sustento empírico, experimentos, literatura científica contrastada, o lo demás son ocurrencias.

El libro está impecablemente referenciado, es ameno, desafiante (“no, es imposible que esto sea así”) y estimula el sentido crítico, lo más importante que se le puede pedir a un estudio de este tipo. Simplemente para abrir boca: ¿es útil la hipnosis para recuperar recuerdos?, ¿tienen algún significado los sueños?, ¿aumenta la luna llena el número de delitos? No, no y no. Pero no hay que creerlo tan fácilmente. Busquen las pruebas.

Editorial Biblioteca Buridán

Traducción de Josep Sarret Grau

lunes, 19 de mayo de 2014

Crónicas de la Mafia, de Íñigo Domínguez


A los seguidores de su extraordinario blog nos hubiera dado igual que Íñigo Domínguez escribiera un libro sobre la historia de los bolos y su representación plástica o el plan de ordenación urbana de Parla: lo habríamos leído igual, sabedores de que encontraríamos algo que merece la pena. Pero que el objeto elegido por Domínguez para su primer libro sea la mafia tiene sentido. Y sensibilidad. La única pega, y no es un lugar común, es que sea tan corto.

En Crónicas de la Mafia, Domínguez se centra en la mafia siciliana, sin entrar en las demás variantes locales del crimen organizado en Italia, pero abre tantos caminos que da la sensación que, de querer, podría haber completado una enciclopedia. Desde sus misteriosos inicios hasta su situación actual, Domínguez repasa las tradiciones, la evolución, los nombres propios, las implicaciones sociales y políticas y en especial su representación popular. Lo más sorprendente es que logra introducirse en este embrollo de nombres, fechas y conexiones sin liar al lector.




Con capítulos cortos, una claridad expositiva que ya parecía perdida para el periodismo, y una cantidad de datos y referencias abrumadores si no estuvieran tan bien dosificados, Domínguez refleja una realidad estremecedora, a menudo matizada por su característico sentido del humor. El capítulo final es más amplio y está dedicado a Berlusconi, quien queda retratado de una manera brutal. Pero como siempre, hay que considerar que Berlusconi es solo una figura destacada posible debido a un sistema corrupto. Los problemas que está teniendo Domínguez en la promoción de su libro también dicen mucho sobre la corrupción de nuestra propia clase política.

En un extenso apéndice, Domínguez rastrea el reflejo de la mafia en el cine, donde ya apareció en el periodo mudo. No se trata tan solo de un exhaustivo repaso cinéfilo (que también, hay que apuntar unos cuantos títulos), sino de una manera directa de observar la percepción popular del fenómeno mafioso, desde su omisión en el cine italiano hasta la segunda mitad del siglo XX hasta su banalización en numerosas comedias. Le deseamos a Domínguez el mayor éxito por simple egoísmo: queremos su próximo libro lo antes posible.


Editorial Libros del K.O.


viernes, 16 de mayo de 2014

Noviembre de una capital, de Ismail Kadare


Hasta tal punto ha sido convulsa la historia de los Balcanes, que los acontecimientos que protagonizan Noviembre de una capital podrían situarse en variados momentos y lugares sin que apenas cambiaran algunos matices. Cierto que Ismail Kadare deja claro que se trata de Tirana a finales de la Segunda Guerra Mundial, pero sin llegar a ser una novela teórica (sobre los males de la guerra, sobre el comunismo, sobre lo que sea), tampoco se trata de una reproducción histórica. En realidad, creemos, se trata de un libro humanista, sobre personas.

Cabe señalar la extraña preposición del título: Noviembre de una capital, y no en, como habría sido normal. Se trata pues de un momento real pero también metafórico en el que asistimos al derrumbe de una sociedad, a esa transición bestial de territorio ocupado a ese momento de incertidumbre en el que las cosas están cambiando pero no se sabe en qué dirección. Muchas veces se ha acusado a Kadare de complicidad con el régimen comunista que seguiría a la derrota del nazismo, pero, sin entrar en detalles que desconocemos, la simple lectura de esta novela plantea dudas sobre su conformismo: ya desde los primeros días del cambio de régimen era perceptible el olor a podrido.




Para expresar un amplio panorama sobre la compleja situación de ese noviembre catártico, Kadare introduce a numerosos personajes que muestran sus divergentes puntos de vista, a menudo en un mismo capítulo. Desde el guerrillero natural que lucha por la liberación, pasando por el intelectual con aires de superioridad e intereses conspirativos, o el escritor decepcionado y atrapado en un mundo que ya no comprende, hasta la estrella de la radio igualmente descolocada y en manos de las decisiones de los demás, el conjunto ofrece una visión rica y variada de muy diferentes experiencias que solo en un momento tan crítico como la batalla final (que nunca es la final) de una guerra puede aunar.

Kadare tiene una extraordinaria capacidad para producir imágenes imborrables, como ese corresponsal caído y que parece intentar atrapar con sus brazos extendidos el mensaje que debía transmitir. El estado de sitio de la ciudad, el estado mental de sitiadores y sitiados, la inquietud, la esperanza, la muerte a la vuelta de la esquina, todo está expresado con una mezcla de finura y brutalidad que caracterizan a Kadare y que sin embargo convierten la lectura de cada uno de sus libros en una experiencia totalmente diferente.


Editorial Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores
Traducción de Ramón Sánchez Lizarralde



miércoles, 14 de mayo de 2014

Coral Glynn, de Peter Cameron


Hablar de “novela literaria” puede parecer cuando menos una redundancia, si no un absurdo. Pero en tiempos de autoficción, de reportajes novelados y de libros basados en hechos reales, una novela que se sumerge sin prejuicios en el terreno de la invención parece casi experimental. Incluso se podría decir que lo que hace Peter Cameron en Coral Glynn es una revisión de la novela romántica, pero de ser así no lo hace con ánimo paródico o con intenciones posmodernas al estilo de John Fowles en La mujer del teniente francés, sino que se toma el empeño muy en serio.

Esto no significa que Coral Glynn esté exenta de humor. Al contrario, uno de sus mayores atractivos es que en medio de las situaciones más melodramáticas, el autor introduce algunas gotas de humor que, sin llegar a provocar un efecto distanciador, si destensan la trama. Otra recurso utilizado con habilidad por Cameron es el uso de ciertos elementos explícitos que chocan en una narración por lo demás de estilo apacible y tradicional.




Así, de una novela que comienza con la frase “Aquella primavera, la de 1950, había sido especialmente húmeda”, el lector se puede esperar una historia sabida narrada de una manera convencional. Pero el logro de Cameron es jugar con las reglas de este tipo de novelas y aún así sublimar la historia. El libro se lee con facilidad, la voz de Cameron es profesional y efectiva, pero hay algo más que el don de saber contar una buena historia: la complejidad.

Sí, porque los personajes de la novela no son planos arquetipos usados a conveniencia por el autor para desarrollar un argumento de amores imposibles, muertes y traiciones. Lo que consigue plasmar Cameron en Coral Glynn es una historia de personajes creíbles, vivos, con sus contradicciones y sus motivos. Cameron consigue ese raro efecto de que lo que suceda en la novela sea a la vez natural e inesperado. Y cuando todo parezca haber terminado, llegará el momento de la verdad. Sin tener que recurrir al final abierto, Cameron plantea un no-desenlace que deja todas las puertas abiertas. Para comprender esto, habrá que leer el libro. 

Editorial Libros del Asteroide
Traducción de Patricia Antón


martes, 13 de mayo de 2014

Técnicas de iluminación, de Eloy Tizón


Casa. Campo. Camino.
Las calles se hicieron de barro
y perdieron sus nombres.
La acera chapoteaba
con una erupción de lodo.
Quedaban, aquí y allá,
restos de nieve
y muñecos navideños
desechos, grotescos en muecas
de zanahoria y chistera.

Basta un sencillo truco para convertir los relatos de Eloy Tizón en poemas. Y ni tan siquiera. En su escritura el estilo cobra tal protagonismo que el relato casi pierde su función de contar una historia y se transforma en una sensación, en un ambiente. Pero ojo, que no se trata de un lirismo elevado, sino más bien lo contrario: lo que transmite más a menudo es desasosiego, inquietud. Hay algo que jamás se logrará comprender del todo.




En los momentos más poderosos de Técnicas de iluminación, como Ciudad dormitorio o El cielo en casa, Tizón es capaz de transmitir algo que va más allá del absurdo cotidiano. Es una locura vista desde dentro, con su propia lógica. Pero tan extrema que se convierte en puro terror. Ese miedo todavía más espeluznante porque ni tan siquiera tiene motivos, porque se expresa de una manera despiadada que deja sin defensas.

Este desquiciamiento está expresado de una manera depurada. Prevalece la construcción de un mundo particular, interior y hostil, que repele cualquier intento de acercamiento. Y sin embargo, hay algo tan próximo en lo que cuenta Tizón que la experiencia atraviesa las capas protectoras de invención para llegar a algo sensible, algo que nos atañe de manera directa. Aún así, la incertidumbre se mantiene, el misterio queda encerrado en la caja.

Editorial Páginas de Espuma


lunes, 12 de mayo de 2014

El caso Jane Eyre, de Jasper Fforde


Todo aficionado a la lectura ha imaginado alguna vez que se sumergía entre las páginas de su libro favorito. La posibilidad de adentrarse en un mundo fantástico, de conocer a personajes con los que ha confraternizado a veces de una manera más vívida que con personas reales, es algo así como un sueño perfecto. Lamentablemente, esto no es posible. Pero una experiencia que sí habrá tenido es la de quedarse enganchado en la lectura de una novela y tardar un tiempo en salir del mundo de las letras. Durante unos instantes, quizá unos minutos, la realidad pierde su forma para convertirse en algo totalmente diferente. En El caso Jane Eyre Jasper Fforde mezcla ambas situaciones y regala al lector lo más parecido a una experiencia metaliteraria.

En este mundo imposible de viajes en el tiempo, personajes ficticios hechos carne y un discurrir histórico paralelo, se produce un suceso no menos improbable: la literatura es el centro de la sociedad. Shakespeare es un dios (bueno, es un dios para todo el mundo, habría que matizar, pues para algunos aquí ya lo es) y la población se divide entre fanáticos admiradores de diversos autores. Sin embargo Fforde no idealiza está situación, el radicalismo de los admiradores no es menos pernicioso que el de extremistas religiosos o políticos. Todo esto de la literatura como centro de la vida es muy bonito, pero para el autor conllevaría las mismas lacras que la vida real: violencia, intransigencia y destrucción.




Pero esto es solo una parte colateral de El caso Jane Eyre, donde predomina el buen humor, la imaginación, la infinita posibilidad de aventuras. Su protagonista, Thursday Next, no se aleja demasiado del prototipo de investigadora habitual en la novela negra: un poco amargada, desilusionada, resuelta e inteligentísima. Pero lo que le pasa no tiene nada que ver con lo que estamos acostumbrados a leer: su archienemigo, Acheron Hades, parece un personaje de cómic, disfruta del mal por el mal y parece indestructible; sus compañeros son peculiares y excéntricos como ellos solos; sus correrías no tienen el límite de la verosimilitud como cortapisa al auténtico festival de creatividad que es esta novela.

Así pues, el lector va de hallazgo en hallazgo: esa representación semanal de Ricardo III en el que el público participa activamente; ese tío inventor capaz de ingeniar los más disparatados aparatos; ese cazador de hombres lobos y vampiros con su propio punto flaco, ese universo de Charlotte Brontë visto (literalmente) desde dentro... Y así hasta desbordar las expectativas más abiertas de mente. No es de extrañar que esta celebración del disparate sea solo la primera parte de una serie de aventuras en las que Fforde logra evitar la fina línea que separa el festín de la imaginación de un pastiche indigesto a base de ocurrencias.


Ediciones B
Traducción de Pedro Jorge Romero


jueves, 8 de mayo de 2014

El triunfo romano, de Mary Beard


Al elegir como objeto de análisis el triunfo, ese desfile conmemorativo que celebraba las victorias romanas, podría parecer que Mary Beard aprovecharía un tema tan amplio (con su extensísima permanencia de mil años, se dice pronto, y su capacidad para reflejar diferentes aspectos de la vida social, cultural, política y militar de Roma) para dibujar un completo panorama de la historia de Roma. Pero resulta que su ambición es todavía más extraordinaria: su propósito es derribar mitos de la historiografía.

Si por una parte Beard tiene muy presente el concepto de “invención de la tradición” de Hobsbawm y Ranger, lo que le hace poner en duda cualquier justificación pretérita de los ritos, tampoco tiene mucha más fe en las interpretaciones posteriores hechas por eruditos e historiadores. Cada fuente es sometida a prueba, no se da por buena ninguna afirmación sin antes comprobar su verosimilitud y la fortaleza de sus bases. Las ideas recibidas y repetidas como verdades absolutas le merecen a Beard la misma credibilidad que las puras invenciones literarias.




El triunfo romano se convierte pues en un estudio epistemológico. Cierto que tras la lectura del libro tendremos un conocimiento exhaustivo de la historia del triunfo, conoceremos sus representaciones y sus diversas y muy divergentes interpretaciones, pero ¿en qué consistía realmente? Aquí nos encontramos con un punto fundamental en el método de Beard: quizá lo que haya que cambiar son las preguntas (pues es imposible alcanzar certeza alguna). No se trataría tanto del por qué, sino del cómo.

En unas sorprendentes declaraciones, el sabio Mario Bunge decía que él considera una ciencia más sólida la Historia que la Cosmología. Tras el choque inicial, queda manifiesta la verdad de la opinión de Bunge. Pero después de tantos historiadores fantasiosos más cercanos a la ficción que al rigor científico, ya sea por inclinaciones políticas, pretensiones de celebridad o simple incapacidad, a veces se nos puede olvidar lo que la Historia tiene de fundamental. Por eso necesitamos más historiadores como Beard, dispuestos a cuestionar todo, a investigar más profundamente, a plantear nuevas ideas, a seguir buscando.

Editorial Crítica
Traducción de Tomás Fernández Aúz y Beatriz Eguibar


miércoles, 7 de mayo de 2014

Hambre, de Knut Hamsun


Si el prestigio de Knut Hamsun ha sobrevivido a su apoyo al nazismo y a la concesión del premio Nobel, es que sus méritos son a prueba de bomba. Incluso un obstáculo más aséptico pero todavía más demoledor como el paso del tiempo parece haber dejado incólume la obra de Hamsun. Descubrir hoy a Hambre (su primera novela, publicada en 1890) podría suponer una interesante prueba para un lector que se acercara a ella sin referencias: muy probablemente la fecharía como una novela contemporánea.

Porque más allá de las evidencias cronológicas referentes a costumbres muy marcadas (trajes, alimentos, transportes), la sensación de desasosiego, de pérdida, de agobio, son plenamente actuales. El protagonista de Hambre podría pasar por alguien que vemos a diario, un ser desesperado, atrapado entre las ínfulas de grandeza y la miseria cotidiana. Su expresividad, sus delirios, sus sueños, sus pequeñas humillaciones nos llegan de una manera directa, sin intermediación literaria ni temporal.




El descenso a los infiernos se ha convertido en un tópico de la literatura, pero Hamsun lo expresa de una manera tan desnuda, tan alejada de cualquier retórica o embellecimiento a través del malditismo, que las peripecias de su protagonista nos suenan a reales. Incluso por muy desagradable que el protagonista se ponga a veces, no podemos dejar de sentir conmiseración. La estructura del libro, reiterativo y circular, no llega a hacerse monótono, pues cada escena parece un paso más hacia el vaciamiento absoluto, hacia el abismo.

Y sin embargo, y esto quizá sea lo más sorprendente de Hambre, en la novela también hay mucho humor. Los ataques del protagonista, sus propias invenciones (de hecho, todo el libro puede leerse como una alucinación), sus encuentros disparatados, suponen una excéntrica mezcla entre frustrante y burlona, una especie de absurdo existencial que mueve tanto a la depresión como a la risa. La condición humana expresada en su más radical ambivalencia.

Ediciones de la Torre
Traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo


martes, 6 de mayo de 2014

La hija del veterinario, de Barbara Comyns


Entre las innumerables divisiones y subdivisiones que conforman la taxonomía de la literatura, hay una brecha fundamental que diferencia los libros “realistas” de los “fantásticos”. Cada uno con sus numerosas ramificaciones, con sus implicaciones filosóficas o sociales, pero con una contundente separación detectable a primera vista. Pero hay una estrecha franja en la que ambos estilos se pueden mezclar. Se trata de esos extraños libros de apariencia confortablemente normal en los que con absoluta naturalidad se introduce un elemento inexplicable.

Es difícil conseguir que esta intromisión no quede como un pegote, que la lectura de una historia “que podría haber pasado de verdad” no se rompa y quiebre la suspensión de la credulidad. Por eso casos como el de La hija del veterinario son tan extraordinarios, casi milagrosos. Si en principio la novela parece una historia dickensiana con una muchacha miserable y maltratada como protagonista, cuando aparece ese suceso “paranormal” ni tan siquiera hay un impacto: todo está expresado con tanta convicción que parece un elemento más de la historia.


Pero lo cierto es que, aún sin identificar, desde las primeras páginas hay un elemento extraño que perturba al lector. La escritura de Barbara Comyns es tan sutil que más que leer entre líneas hay que implicarse directamente para intentar saber qué se esconde tras las aparentemente transparentes líneas de acción. Con un uso de la primera persona magistral, Comyns camufla tras un velo de ingenuidad un relato abierto a las más diversas interpretaciones.

Tan desconcertante como la aparición de ese elemento inaudito (que no inverosímil), es la sucesión de escenas de una crueldad terrible (pocos personajes tan despreciables habrá en la literatura inglesa, tan abundante en ellos, como el veterinario) con un sentido del humor tan refinado y a la vez brutal. Comyns no propicia la comodidad del lector, no presenta una historia para provocar compasión o sorpresa. Hace algo mucho más perverso: siembra la inquietud.

Editorial Alba
Traducción de Catalina Martínez Muñoz

lunes, 5 de mayo de 2014

La torre del homenaje, de Jennifer Egan


En una memorable escena de La torre del homenaje un personaje agrede al narrador, que no quiere contarle cómo avanza la historia: el lector se siente plenamente identificado. El ansia por saber más, por conocer el desenlace del relato, se mezcla con la necesidad de una lectura pausada, atenta a cada detalle, temerosa de perderse una pista clave. Mientras los ojos se detienen en cada párrafo con delectación, los dedos plantan batalla y luchan por pasar página lo antes posible. Imposible saltarse una sola página, pero todavía más difícil no intentar meter prisa a los ojos para poder continuar el camino.

Un análisis desapasionado sería insuficiente. Después de todo, y si se piensa fríamente, la historia que nos cuenta por Jennifer Egan no tiene nada de extraordinario: un viajero, un castillo, un incidente turbador en el pasado. Todo ello mezclado con la historia del propio narrador, situado en una posición muy diferente. Y sin embargo, Egan se las apaña para que el lector no tenga ni un momento de respiro. Incluso llegado el final, ese que, como en las mejores novelas, en realidad tampoco quiere cruzar, tendrá que dar algunos pasos atrás. Sí, la clave estaba allí y no había pasado desapercibida.




El secreto puede estar en algo tan fácil de mencionar como difícil de llevar a la práctica: la creación de ambientes, la construcción de personajes, el desvelamiento pautado del misterio. Ese castillo en algún lugar de Europa puede parecer un cliché, y sin embargo pronto se convertirá en un lugar inquietantemente real, un lugar que conocemos perfectamente, que incluso sabemos cómo huele. Ese sueño convertido en pesadilla que dice el tópico, pero que nos causa un verdadero desasosiego.

En un plano del relato nos ponemos en la piel de Danny, perdido en todos los sentidos, tan pronto héroe como villano, mientras que simultáneamente el punto de vista es el de alguien en apariencia totalmente ajeno a la historia, su narrador, que poco a poco se hace tan interesante como su protagonista. En cuanto al misterio, es mejor no decir nada, que el lector vaya descubriendo paso a paso y por sí mismo todo lo que se esconde detrás de este aparentemente convencional cuento para no dormir.

Novelas como La torre del homenaje son imprescindible para llevar una saludable vida lectora. Más allá de experimentaciones, de historias de las de toda la vida, de modas, de academicismos, un libro que se lee con el entusiasmo aventurero del lector adolescente, sin prejuicios, sin saber qué espera a la vuelta de la página. Con un sentido de la imaginación que nada tiene que ver con ese desfile de criaturas con el que se suele desvirtuar este término, con una capacidad para crear mundos que de tan novelescos nos llegan a lo más íntimo, Egan devuelve al lector más resabiado la ingenua plenitud del descubrimiento.


Editorial Minúscula
Traducción de Carles Andreu