lunes, 30 de junio de 2014

Frases hechas




 estos prejuicios míos sobre el tipo de personas que están dispuestos a abandonar libros en medio de la calle como si de hijos no deseados se tratase, aunque en lugar de en la puerta de conventos de monjas para que al menos el niño tenga una educación y le inculquen una moral y pueda ser alguien en la vida, el lugar preferido por estos despiadados son los parques, como si aún perviviera esa costumbre del siglo pasado, y me refiero al XIX, claro, de pasear por estos lugares, hoy habitados solamente por drogadictos, jubilados y drogadictos jubilados de vuelta de todo, que deberían tener cuidado para no pisar jeringuillas ni mierdas de perros, no sé qué es peor, pero que en lugar de eso se pasean con tranquilidad esperando que pase otro día sin haberse manchado demasiado la suela de los zapatos ni haber cogido ninguna enfermedad contagiosa, ya sea el sida o la manía de abandonar libros, y digo que mis prejuicios se vieron confirmados tras la lectura de un artículo entusiasta sobre esta nueva moda, el book I don’t know what, en el que se confirmaba que uno de los libros preferidos por los lectores sin corazón para ser abandonados en los parque era El Principito, justo el tipo de libro que yo diría que esta gente está dispuesta a abandonar sin remordimientos de conciencia, y me alegro por ellos, pero yo no podría hacer tal daño a la humanidad sin después pasar días de ayuno debido a mí conciencia totalizadora, no quiero ni imaginar un mundo repleto de lectores de El Principito, aunque este en el que vivimos parece repleto de gente que lo ha leído y que además le gusta, no solo porque tal como vamos es evidente que así es, sino porque es difícil ir por la calle, ya sea por parques o por avenidas, y no tropezarse con alguien que va incitando al primero que se encuentra a que lea El Principio, ese gran libro para niños y niñas de todas las edades que se puede leer una y otra vez sin perder la ilusión inicial, y ahora no solo habrá depravados de este estilo, sino que además las calles aparecerán embaldosadas por ejemplares de El Principio que nos impedirán caminar como hacían nuestros abuelos, y que a estos les impedirán entrar en los parques de sus amigos los yonquis, pues estarán tapiados por ediciones enteras de El Principito


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jueves, 26 de junio de 2014

El libro de mis vidas, de Aleksandar Hemon


Al leer El proyecto Lázaro el lector tenía la sensación de que si Aleksandar Hemon no había escrito “la” novela definitiva de nuestra época (porque es imposible saberlo desde dentro), al menos había logrado definir, ampliar y llevar a su punto culminante un estilo que caracteriza nuestro tiempo y que, a través de la literatura, nos ayudaba a entenderlo mejor. Y no podía ser otro que un autor tan preocupado por la identidad, un autor que escribe en un idioma, el inglés, que no dominó hasta bien pasados los 20 años, un autor de muchos mundos y muchos tiempos, procedente de un lugar, Bosnia, en el que parece que la tragedia es el tono natural de la vida, quien lograra aunar en su obra un sentimiento de inquietud tan general como difícil de domar, de cobrar sentido.

Y sin embargo, aún con este precedente que podría hacer presagiar lo mejor, el lector no está preparado para lo que se encuentra en El libro de mis vidas. En apariencia, una simple colección de artículos dispersos. En realidad, un festín inagotable sin una página que se pueda despreciar, un repertorio de un escritor fabuloso que tiene el don de la narración, que puede compaginar la profundidad del sentido de la vida con la ligereza del esparcimiento más banal. Sería imposible quedarse con uno solo de los capítulos del libro, ni tan siquiera hacer una selección: cada uno de ellos es especial, divertidísimo o desolador, único y a la vez coherente con el conjunto.




No deja de ser sorprendente que la reunión de artículos autónomos, aparecidos a lo largo de 10 años en revistas y periódicos diversos, formen en su conjunto un autobiografía consistente y completa. Desde la infancia del autor en la Yugoslavia comunista hasta su nueva vida en Chicago, Hemon recorre todos los estadios de la vida, desde la exaltación juvenil hasta la aceptación de la madurez. Y lo hace siempre con un tono íntimo y desprejuiciado, sincero y atento a los detalles, sensible y sobre todo comprensivo con los demás. Si Hemon ha construido una personalidad a base de golpes y de autoanálisis, esto no se traslada de manera pomposa o indulgente consigo mismo, ni tan siquiera es el típico escritor egocéntrico: es a través de los otros como Hemon consigue por fin comprenderse.

Aunque hemos dicho que es imposible destacar un episodio, también sería absurdo no detenerse en el último de los que forman el libro. A lo largo de toda la historia de Hemon hemos ido conociéndolo, encariñándonos con él, hemos compartido sus gustos y refrendado sus odios. Y así llegamos al terrible capítulo sobre la enfermedad de su hija. Aquí no hay espacio para la frivolidad, todo es delicadeza, tiento. Solo alguien con el talento de Hemon puede tratar un tema así sin caer en el sensacionalismo ni el patetismo, exponiéndose de manera radical y casi temeraria. Pero Hemon lo tiene claro y lo expresa mejor: para él la escritura es un método de comprender, de conseguir dar algo de sentido a su existencia. Y si todo su sufrimiento y el de su familia no sirvió para nada, también hay que contarlo.

Editorial Duomo
Traducción de Antonio-Prometeo Moya

miércoles, 25 de junio de 2014

Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco


Me acuerdo, no me acuerdo. No hay manera más honrada de iniciar unas memorias infantiles, una evocación clara y a la vez incompleta. No se recuerda el año en que todo sucedió, pero cada detalle de aquella habitación es nítida, presente. A José Emilio Pacheco no le preocupa la concreción cronológica, el dato incontrovertible, sino que se mueve en el campo de las sensaciones: olores, tactos, sabores. Pero también de las películas de la época, las fotografías, las revistas de moda. Un mundo que no tiene entidad histórica, pero que contiene su propia verdad.

Desde su título, Las batallas en el desierto evoca los juegos infantiles, esos juegos creativos y sin reglas, de apariencia fugaz, pero de una trascendencia insospechada. El protagonista puede tomarse tan en serio este juego como para no poder diferenciarlo de la realidad, y cuando se dé cuenta de las consecuencias descubrirá que su mundo, en apariencia tan sólido como invariable, puede deshacerse de la noche a la mañana. Los recuerdos se mezclarán, él crecerá hasta convertirse en otra persona, pero lo que se hizo no podrá cambiarse.




La trama de Las batallas en el desierto es tan leve como escasa su extensión. Pero no se trata tan solo de un libro de sugerencias, de memorias recuperadas, de evocación de un tiempo pasado en el que todo parecía posible (y en el que el futuro, el año 2000, era visto como la realización de la felicidad suprema y universal). También es una novela de formación, el retrato del momento en el que en niño cobra conciencia de que sus acciones tienen consecuencias y en el que empieza a comprender que el mundo de los adultos (sus juegos) tienen unas reglas propias y a menudo despiadadas.

El estilo de Pacheco es elegante, conciso, colorido. Pese a su bagaje poético (o a consecuencia del mismo), no hay nada de lirismo impostado, de pretensiones elegíacas. Todo es descrito de una manera precisa, emotiva en su sencillez. En apenas unas líneas, sin abusar del adjetivo, el autor es capaz de perfilar un personaje, de transmitir la esencia de un paisaje, de revelar la profundidad de un gesto de apariencia irrelevante. Y, ante todo, Pacheco consigue adentrarse en la piel de un niño en permanente estado de desconcierto y descubrimiento, sensaciones que se trasladan de manera natural al lector.

Editorial Tusquets

martes, 24 de junio de 2014

La casa en París, de Elizabeth Bowen


En términos puramente estilísticos, se puede considerar La casa en París como una obra maestra de orfebrería. Cada detalle está cuidado hasta la exquisitez, cada situación está pulida hasta dejarla resplandeciente; parecería que cada palabra está tallada a conciencia. Pero conformarse con este prodigio de escritura sería perderse lo mejor, quedarse deslumbrado por el brillo del talento literario sin saber descifrar lo verdaderamente importante de la novela de Elizabeth Bowen.

Por ejemplo, el personaje de Henrietta, uno de los niños protagonistas, puede parecer un simple recurso estructural, un carácter que sirve para dar colorido y consistencia a algunas partes de la historia que sin ella quedarían sosas. Pero en absoluto se trata de un comodín, sino que tiene entidad propia, un fondo denso y además aporta un punto de vista que enriquece la comprensión de lo que está pasando. Cada personaje aportará su propia experiencia, su sensibilidad, también sus limitaciones. Así, poco a poco, el lector irá descubriendo con amplitud de miradas lo que hay detrás del telón.



Porque la trama puede parecer muy simple en apariencia (una historia de amor trágica, un hijo abandonado, un reencuentro dilatado), pero tiene ramificaciones impredecibles, incluido un giro totalmente inesperado, que choca todavía más debido al tono contenido de toda la narración. Aunque lo cierto es que las mejores escenas de la novela son las más reposadas, casi introspectivas, como aquellas en las que los enamorados, que no llegan a comprender su pasión y se interrogan por su plausibilidad, expresan un desconcierto tierno y a la vez aterrorizado.

Es fácil asociar la técnica de Bowen a la de los grandes maestros modernistas: el dominio del punto de vista de Henry James; la desesperanza y fatalidad de Virginia Woolf; el romanticismo desencantado de Ford Madox Ford. Pero la vinculación más clara se produce con Katherine Mansfield. Su delicadeza, su dominio de la insinuación, esa habilidad para sugerir un trasfondo turbio tras la apariencia de normalidad y buenos modales. Parecía imposible trasladar la finura de Mansfield a una novela, pero La casa en París demuestra que Bowen estaba a la altura del reto.

Editorial Pre-Textos
Traducción de Silvia Barbero

lunes, 23 de junio de 2014

El mar, de John Banville


En los últimos años John Banville ha logrado un éxito poco común: reúne tanto una alta consideración crítica y una retahíla de variados premios como un amplio reconocimiento público, esto en gran medida gracias a sus libros de novela negra como Benjamin Black. Pero es seguramente El mar el libro que sigue permaneciendo como su obra más apreciada, quizá porque es la que mejor mezcla las dos facetas del autor, un depurado estilo literario y un texto apto para todo tipo de lector.

El mar comienza de una manera casi convencional, con tres tiempos narrativos diferentes, cierto, pero perfectamente diferenciados. Hay rememoraciones nostálgicas, descripciones cuidadas, personajes melancólicos. Un relato muy evocador. Pero, según pasan las páginas, todo se va mezclando; los diferentes épocas, antes claramente delimitadas, se confunden e integran, a veces en un mismo párrafo. Ya no hay distinción cronológica, no hay una concatenación lógica, sino que en la persona del protagonista viven de manera simultánea todos los yoes que conforman su memoria y su identidad.




Al leer El mar es inevitable pensar en el El mensajero, de L.P. Hartley. Se repite esa mirada adulta hacia una adolescencia turbadora, cuando una realidad inasible se escapaba más allá de la comprensión y que ahora, en la madurez, es recuperada con todas sus implicaciones morales y trascendentes. No es solo “lo que podría haber sido”, sino que este pasado cobra una nueva dimensión, una nueva verdad. La marca es permanente, aunque se haya producido de una manera inconsciente. Y es una herida que sigue supurando.

Pero esta es solo una de las partes de un libro más complejo de lo que podría parecer. Con la intrincación de diversos tiempos y la reunión de diferentes personajes, se puede llegar a interpretaciones muy diferentes, desde el eterno retorno, esa vida repetida en fases sucesivas, hasta la más evidente, sugerida desde el título, de una vida formada por sucesivas oleadas, de aparente calma pero incesante cambio, una acumulación de experiencias que parece morir al llegar a la playa. Pero en realidad este es solo el lugar desde el que poder contemplarla. E intentar entenderla.

Editorial Anagrama
Traducción de Damián Alou


viernes, 20 de junio de 2014

La bendición, de Nancy Mitford


Cuando en La buena novela sus protagonistas confeccionan el catálogo que configurará su exquisita librería cometen un error garrafal: deciden excluir A la caza del amor, de Nancy Mitford. Pese a considerar que se trata de una novela deliciosa, deciden que no cumple los requisitos exigidos para formar parte de la selecta colección de obras maestras que planean reunir. Pero el lector de A la caza del amor no solo sabe que merece incluirse en cualquier lista de grandes novelas que se precie, sino que se verá irremediablemente llevado a completar toda la obra de Mitford.

Aunque La bendición no pertenece a la trilogía completada por Amor en clima frío y No se lo digas a Alfred, comparte con ellas el mismo tono irónico, fresco y también despiadado. De hecho, pese a que el influjo de Evelyn Waugh es evidente desde la dedicatoria, el humor de Mitford puede se tan salvaje como el de Boris Vian, como queda patente en la escena de la fiesta de disfraces, cuando una pareja de bebés se mezcla y los padres deciden repartírselos por sorteo (el ganador se queda con el más mono).




Si Mitford permanece como un referente del humor inglés, e incluso una fuente de primerísima categoría para conocer la Gran Bretaña de entreguerras, en La bendición demuestra que tiene la misma agudeza para retratar el mundo de la clase alta francesa de posguerra. El cinismo, la frivolidad y la hipocresía quedan retratados de una manera que no se permite juzgar, pero que con humor desintegra todo atisbo de soberbia y grandilocuencia. El típico juego de contrastes entre ingleses y franceses da una nueva vuelta de tuerca con el que nadie queda muy bien parado.

Si Waugh se erige como el gran retratista del esnobismo, Mitford no se queda atrás en su capacidad para burlarse de este mundo de pretensiones y apariencias, vivido además desde una situación privilegiada. En La bendición no hay espacio para la cursilería ni el sentimentalismo. Así, el niño protagonista de la segunda parte, la “bendición” es un diablo maquiavélico. Pero qué esperar del hijo de un aventurero tan francés que supera las cotas de cliché para convertirse en símbolo y de una inglesa pánfila y descuidada. Los pretendientes pomposos, las amantes irredentas, los ancianos recalcitrantes, las criadas quejosas... todos los personajes contribuyen a crear un ambiente disparatado y feliz.

Editorial Libros del Asteroide
Traducción de Milena Busquets

miércoles, 18 de junio de 2014

La luz de la noche, de Pietro Citati


Es extraño que La luz de la noche lleve como subtítulo “Los grandes mitos en la Historia del mundo”, más que nada porque en absoluto trata sobre ello. No sabemos quién sería el responsable de ese engañoso cebo, pero no parece propio de Pietro Citati, cuya precisión no admite veleidades. Lo que sí se podría decir es que La luz de la noche es un variado y profundo estudio de hitos culturales, un paseo ilustrado que se detiene en casos llamativos de la historia del arte, o incluso un capricho de erudito.

Los conocimientos de Citati parecen ser infinitos. Se siente tan cómodo al hablar de la antigua Grecia como desvelando detalles de la civilización azteca. Vuelve a Apuleyo como si fuera una obra escrita ayer mismo y se apasiona con la génesis de La flauta mágica como si él mismo asistiera a su confección. Ya sea como comentarista de las tradiciones chinas o como brillante analista de literatura árabe, Citate despliega no solo unos conocimientos enciclopédicos, sino una habilidad narrativa que mezcla divulgación y rigor con soltura.




Por cierto, que en la portada del libro también se extrae una cita según la cual La luz de la noche es “bellísimo, más apasionante que una novela”, lo cual nos parece doblemente equivocado. Por una parte, cualquier ensayo puede ser más apasionante que una novela: solo hace falta que la novela sea mala. Por otro lado, una expresión así hace pensar que el ensayo es un género menor que solo en los contados casos en los que descolla puede situarse por encima de la novela. Hay portadas que, por mucho que se esfuercen, hacen un flaco favor a lo que contienen.

Pero quedémonos con ese interior, con este cuento de cuentos en el que todo es posible. En el que viajamos por todo el planeta, por todas las épocas, descubriendo personajes irrepetibles, adentrándonos en obras de arte capaces de cambiar nuestra percepción de la vida, sorprendiéndonos a cada paso con la inocencia del lector primigenio. Porque ese es el mayor valor de Citati: pese a su impresionante bagaje, pese a que podría adoptar la pose del que cree saberlo todo, mantiene el entusiasmo de quien piensa que todavía le queda todo un mundo por descubrir.

Editorial Seix Barral
Traducción de Atilio Pentimalli Melacrino


lunes, 16 de junio de 2014

El eco de la memoria, de Richard Powers


La cuestión del “yo” ha ocupado a los más grandes científicos de la actualidad, enredados en un tema tan apasionante como abierto a la discusión. La propia identidad, las características que conforman la mente, son cuestiones que todo el mundo se ha planteado, pero para la que pocas respuestas definitivas se han encontrado. Es un problema tan fascinante como complejo, tan turbador como propicio para plantear dudas existenciales en su más estricto sentido. Un tema así, pues, exigía una novela a la altura, y con El eco de la memoria RichardPowers demuestra que cuando la gran literatura despliega todas sus capacidades puede situarse a la altura de los textos científicos tanto en en rigor como en capacidad de hacer reflexionar.

Powers parece sabotearse a sí mismo llenando su historia de minas antipersona. El inicio (toda la primera parte, en realidad) es tan áspero que no se nos hace difícil imaginar que si el manuscrito hubiera llegado de manera anónima a multitud de editoriales, habría sido rechazado de manera fulminante. Pero si la lectura se sobrepone a este inicio tan poco complaciente, el lector se verá recompensado de manera inmediata: desde el inicio de la segunda parte ya no habrá descenso ni reposo, todo se vuelve fluido e intrigante.

También el rigor del que hablábamos puede volverse en su contra. Sería muy fácil que un autor absorto en la bibliografía científica sobre la mente quisiera demostrar todo lo que ha aprendido y castigara al lector con un resumen de los últimos estudios en la materia. Pero Powers sabe dosificar de manera natural la información sobre el tema. Se nota que no solo se ha documentado en profundidad, sino que ha asimilado todo lo aprendido de tal manera que cuando lo utiliza todo parece justificado, con un sentido narrativo.




El tercer gran escollo, del que Powers es plenamente consciente, es caer en la novela filosófica. Esa que apenas necesita una excusa para revelar un pensamiento profundo (o que al autor le parece como tal). Pero Powers también evita esta trampa creando personajes de carne y hueso, personas que le preocupan de verdad (y con él, al lector). No puede ejercer como el entomólogo distante sin piedad por sus criaturas, sino que muestra una delicadeza genuina y una compasión que sin embargo tampoco desdibuja una visión general muy clara.

Uno de estos personajes es un trasunto apenas disimulado de Oliver Sacks (incluso se parece físicamente), lo que aún dota de mayor extrañeza a todo el conjunto y multiplica las implicaciones literarias. Parece como si Powers se tomara una pequeña venganza sobre Sacks, quien utilizaría a sus sujetos reales como casos prácticos, para hacer lo mismo con él. Pero el neurólogo Weber es mucho más que eso. Porque ahí mismo está la grandeza de este libro: todo es mucho más de lo que parece, todos somos muchos más. Y no sabemos quién nos puede ayudar a encontrarnos.

Editorial Mondadori
Traducción de Jordi Fibla

viernes, 13 de junio de 2014

El Tribunal del Fuego, de John Dickson Carr


Una noche, un tren. Un manuscrito sobre célebres procesos criminales. Una foto antigua con un perturbador parecido. Algunas coincidencias inquietantes. Y, por supuesto, un asesinato. Es un planteamiento tan sugerente como manido. Pero John Dickson Carr consigue que el lector se sienta cautivo desde la primera página de El Tribunal del Fuego: los ingredientes están a la mano de cualquiera, pero hace falta tener un talento especial para mezclarlos de tal manera que el resultado sea fascinante.

De hecho, Carr se siente tan a gusto en el terreno de los convencionalismos como adentrándose en senderos mucho más turbios. Por ejemplo, en la novela se repiten situaciones típicas de la novela de detectives al estilo de Agatha Christie, como esas reuniones de personajes en las que un testigo, un policía o un aficionado a la criminología (no podía faltar) exponen sus teorías ante una audiencia perpleja y excéptica. Todo con una apariencia de civilizada charla en el que se discute un asesinato como si se hablara del tiempo.




Pero el autor no se queda en esta superficie tan plácida. Como no podía ser menos tratándose de un autor del Detective Club (donde compartía experiencias nada menos que con Dorothy Sayers, Anthony Berkeley o Chesterton), sus tramas son mucho más elaboradas y diabólicas (en este caso, nunca mejor dicho), de lo que podría parecer. Con cambios de tono constantes, giros sorprendentes (pero nunca facilones ni injustificados) y una intriga siempre mantenida, Carr se muestra como un auténtico maestro del género.

Todavía hoy en día la yuxtaposición que plantea Carr entre relato de misterio y elementos de terror sigue conservando su influjo. El lector nunca está muy seguro de lo que está pasando, pero no en el sentido de “quién lo hizo”, sino que la ambigüedad del estilo tiene unas implicaciones mucho más poderosas: ¿se trata de un pérfido plan de mentes maléficas, o todo este extraño embrollo solo puede tener una explicación paranormal? La duda permanecerá hasta el final, e incluso más allá. Como todo autor de categoría, Carr deja la última palabra al lector.

Editorial Valdemar
Traducción de Juan José Mira


miércoles, 11 de junio de 2014

El alienista, de Machado de Assis


Según se va desarrollando la trama de El alienista queda claro el juego de Machado de Assis de elaborar una parábola de la Revolución francesa. El autor cita explícitamente episodios como la toma de la Bastilla o evoca nombres como el de Napoleón. Pero la intención del autor es al mismo tiempo más amplia y más particular: se puede leer el libro como una reflexión sobre la locura humana, las ambiciones desproporcionadas y la organización corrupta de la sociedad, pero también como una sencilla y divertida historia local.

En su escasa extensión, Machado de Assis condensa una cantidad de hechos y reflexiones que multiplican las posibilidades de interpretación. También en el dibujo de personajes, obviamente limitado, el autor despliega una gran habilidad para la caracterización instantánea. Repleto de ingenio, de un humor que bascula entre lo inocente y lo implacable, apoyado en una verosimilitud aparente que esconde un mundo desquiciado, en menos de 100 páginas vemos expresada una filosofía subversiva presentada en píldoras de trago suave y efecto contundente.




El referente más claro de Machado de Assis sería Jonathan Swift. En esta novela corta el autor brasileño no repite el cinismo macabro del maestro irlandés, pero si mantiene su ironía manifiesta, su denuncia subliminal, el uso de lo descabellado para demostrar a través de lo absurdo situaciones que se dan por asumidas y que no soportarían el menor análisis crítico. Sin alcanzar conclusiones obvias, el lector quedará preso de una inquietante proposición.

Otro aspecto destacable del libro es que a pesar de estar escrito en 1882, conserva una frescura inusitada. No solo el tema es todavía actual y la fuerza de su parodia se ha mantenido intacta, sino que el estilo de la narración, desenvuelto y directo, se lee hoy con la misma sensación de cercanía y retranca que podría tener hace más de 100 años. Y sus conclusiones no dejan de ser perturbadoras: en una sociedad en la que todo el mundo parece estar loco, ¿quién es realmente el anormal?

Editorial Tusquets
Traducción de Martins y Casillas


martes, 10 de junio de 2014

La edad de los prodigios, de Richard Holmes


Uno de los objetivos de la investigación histórica debería ser derribar mitos. No se trata de buscar polémicas o caer en el revisionismo sensacionalista, sino de iluminar aspectos que se dan por sabidos y que sin embargo pertenecen al reino de la fantasía o se han convertido en tópicos recalcitrantes. En La edad de los prodigios Richard Holmes destruye una de esas ideas asumidas que se han perpetuado a lo largo del tiempo: el enfrentamiento entre los autores románticos y la ciencia.

Apoyándose en expresiones descontextualizadas (“Newton ha destruido toda la poesía del arco iris al reducirlo a los colores del prisma” según Keats, o “se necesitarían 500 Newton para hacer un Shakespeare o un Milton” de acuerdo con Coleridge), o en obras desvirtuadas (como la evolución que tuvo Frankenstein, cuyas popularísimas adaptaciones teatrales y fílmicas poco tenían que ver con el original de Mary Shelley), se ha instalado la idea de que la generación romántica fue una enemiga feroz de cualquier avance científico. Y nada más lejos de la realidad.

Holmes demuestra que gran parte de los poetas románticos (el mismo Keats tenía estudios en medicina) no solo no rechazaba las consecuencias de la Ilustración, sino que en muchos casos eran apasionados defensores de la investigación científicas, sobre todo en una época en la que las implicaciones de estos descubrimientos podían enfrentarse al sistema establecido y en última instancia propiciaron la muerte de dios, o al menos su irrelevancia: su existencia ya no era necesaria para demostrar nada. Precisamente Coleridge, pero también Shelley o Lord Byron, con su ímpetu, su actitud desafiante ante las convenciones y sus ansias de saber, se pusieron del lado de la ciencia frente al oscurantismo y las supersticiones.

Aunque habría que matizar que Holmes, con algunas excursiones continentales, se limita a retratar el romanticismo británico. Otra cosa sería el irracionalista y creador de monstruos romanticismo alemán, aunque Goethe y sus experimentos de aficionado también validarían la tesis general. En cuanto a Francia, importantísimo centro intelectual de la época y referente de muchos de los científicos británicos, se puede consultar el fabuloso La medida de todas las cosas, de Ken Alder, en el que también subyace la batalla entre los intentos por modernizar la sociedad y los intereses que preferían mantener las cosas en una estable inacción.




Pero el verdadero foco de atención de Holmes no son los escritores románticos, sino los científicos románticos. Más allá de una etiqueta oportuna, Holmes usa este término para caracterizar a unos brillantes e innovadores investigadores que compartían con sus coetáneos de letras un afán por ir más allá, la intención de beneficiar a la sociedad en su conjunto y en algunos de ellos incluso inclinaciones poéticas. Es el caso de Humphry Davy, uno de los tres protagonistas del libro, químico eminente, creador de una lámpara para detectar gases que salvo la vida de innumerables mineros, y poeta aficionado.

El libro de Homes puede leerse como la biografía de los más grandes científicos británicos de finales del siglo XVIII y principios del XIX; como un intento de acercar el mundo de la ciencia a los inexpertos a través de su explicación histórica; pero también como un libro de aventuras. Y así comienza, con la primera expedición de James Cook alrededor del mundo y su estancia en la paradisíaca Tahití. Aquí conocemos al primero de los héroes del libro, Joseph Banks, el mayor de los curiosos, siempre inquieto por conocer más, por saberlo todo. Y que como presidente de la Royal Society hizo todo lo que pudo para que los grandes misterios del planeta dejaran de serlo.

El tercer gran protagonista del libro es William Herschel. Con una vida que daría por sí sola para una extensísima biofrafía, Herschel llegó a Inglaterra desde Alemania como músico profesional y astrónomo aficionado para, con la ayuda de su hermana Caroline, convertirse en no solo el descubridor del planeta Urano, sino en, literalmente, el descubridor de nuevos mundos. Porque si se puede sintetizar la labor de Herschel como la del inventor del telescopio moderno o la de Humprhy Davy como el descubridor de la pila voltaica, en realidad ambos supusieron mucho más, ellos abrieron un camino que la ciencia actual todavía transita. Aunque mejor sería decir que ambos continuaron una carrera de relevos que ha llevado a los grandes descubrimientos de la humanidad y que continúa en marcha.

Como se puede ver, el trabajo de Holmes no es sencillo. Sintetiza en un solo libro la vida de tres gigantes, de una generación única, de una nación en su mejor momento. Va y viene sin perder en ningún momento la perspectiva, combina la parte científica del libro con las implicaciones literarias y sociales sin que se pierda la visión de conjunto ni el énfasis biográfico. Tiene el ritmo apasionante de las historias de aventuras, el rigor exigible a un libro de importantes consecuencias historiográficas y la amenidad del escritor que sabe cómo mantener la atención del lector no especializado. La edad de los prodigios es un libro que sin duda marcará una época en los estudios sobre historia de la ciencia.

Editorial Harper Press
Edición en español de Turner


viernes, 6 de junio de 2014

Todo eso que tanto nos gusta, de Pedro Zarraluki


Hay un género muy característico del cine francés que podríamos calificar como “la alegría está en el campo”. Quizá se deba al proverbial mal humor de los parisinos, pero el caso es que hay numerosas películas (desde la que da el título al género o la reciente Una casa en Córcega, pasando por la emblemática La fortuna de vivir) que siguen el mismo patrón: un urbanita de vuelta de todo acaba por circunstancias en un pueblo perdido donde encuentra la felicidad. En España también contamos con una larga tradición con este motivo que se remontaría como mínimo a Menosprecio de corte y alabanza de aldea.

En Todo eso que tanto nos gusta Pedro Zarraluki se atreve a introducirse en este terreno en apariencia trillado con una inocencia prescriptiva. No se puede abordar un tema así con cinismo, pero dejarse llevar por el encanto bucólico puede atraer las más soberbias rechiflas sin que haga falta ser parisino. Pero Zarraluki logra un equilibrio gradual gracias a su admirable mano para el matiz y la definición de caracteres: si no hay prepotencia de la que partir, tampoco hay una idílica visión del explorador que llega al paraíso.




El tono de Zarraluki es siempre templado, basculante entre el temeroso hallazgo de la felicidad (lo que me pasa es demasiado bueno para ser verdad) y la constante sombra de la pérdida y el arrepentimiento. De hecho el libro también puede caer en otro género muy transitado, el de la redención. Pero de algún modo Zarraluki logra transmitir su entusiasmo al lector, en gran medida apoyado en unos estupendos personajes: el padre que decide volver a vivir después de la rendición; la madre que pone elegancia a cada acto de su vida; o el propio protagonista, en cuesta abajo permanente hasta que descubre que la mejor solución siempre es la más sencilla. Y los tres rodeados por los habitantes de un pueblo queridos y vigilados por la mirada benevolente del autor.

No es casualidad que el libro empiece con el proyecto de un viaje al Tíbet. Lo que se produce en el protagonista es una especie de camino de aceptación de tintes zen. Disfrutar lo que puedes conseguir, no lamentar lo que se ha quedado atrás, tener la mente abierta para lo que pueda llegar. En los mejores momentos, esta sensación de placidez también se transmite al lector. Pero no se trata de una lección de sentido único, sino de una ruta abierta a la búsqueda de lo que nos hace felices. Y esto, cada uno tendrá que descubrirlo por su cuenta.

Editorial Destino


miércoles, 4 de junio de 2014

Mon journal dans la drôle de paix, de Jean Galtier-Boissière


Jean Galtier-Boissière no suele figurar junto a Renard, Gide o los hermanos Goncourt entre los más importantes diaristas de la literatura francesa, y sin embargo cualquier aficionado a la historia francesa encontrará su nombre repetidamente citado: para saber qué ocurrió durante la ocupación nazi de Francia no hay mejor fuente que sus diarios. Pero su valor testimonial no debe ocultar que Galtier-Boissière era también un extraordinario escritor: con una larga carrera como periodista y novelista, sus diarios de guerra son además de un retrato de una época un manual de estilo.

En Mon journal dans la drôle de paix (Mi diario en la paz de broma), continuación de sus escritos durante la ocupación que abarca de septiembre del 45 a septiembre del 46, Galtier-Boissière se muestra tan ácido como implacable con una sociedad que no parece haber aprendido de los errores que la llevaron a la debacle. Su mayor objetivo son los comunistas: ahora que se han convertido en los vencedores de la guerra y símbolo de la Resistencia, no quiere que se olvide el papel del Partido Comunista Francés durante los años 39-40, cuando sabotearon los esfuerzos de guerra contra Alemania para favorecer el pacto de no agresión germano-soviético.




Galtier-Boissière también incide en la ideología totalitaria que hay detrás del P.C.F. y en el peligro de su victoria electoral en un momento de inestabilidad e incertidumbre. Para él hay dos partidos de extrema derecha en Francia, el oficial y el P.C.F. Y si su máximo dirigente, Maurice Thorez, ocupa el centro de la diana en sus acusaciones, artistas como Aragon tampoco se libran de las acusaciones y chanzas de Galtier-Boissière. Para él, un hombre de izquierdas y profundamente antinazi, no hay nada más desastroso que convertir a criminales ignominiosos como Pierre Laval, el primer ministro colaboracionista, en mártires de la patria debido a la incompetencia de las nuevas instituciones.

Pero si Galtier-Boissière se centra en la convulsa situación política de la posguerra francesa, también tiene espacio para situaciones más frívolas y divertidas. No tiene empacho en contar cualquier historia sabrosa que llegue a sus oídos, chistes, cotilleos o maledicencias varias. Sin embargo, no se produce ningún choque entre grandes temas y banalidades: su estilo es siempre irónico, sagaz, impertinente. Pobres de aquellos que tuvieran como enemigo a Galtier-Boissière: no habría manera de defenderse ante su ingenio.

Editorial La Jeune Parque


lunes, 2 de junio de 2014

Canadá, de Richard Ford


Pese a su explícito título, en Canadá Richard Ford recoge muchos de los mitos que han formado si no el espíritu estadounidense (qué fastidioso es siempre referirse a este país sin nombre), al menos sí su literatura. Ya desde la primera línea de la novela sabremos que se producirá un atraco. Y en la segunda que habrá asesinatos. Además, la historia transcurre en Montana, ese espacio abierto del Oeste americano donde todavía todo parece posible. Y si el espacio es emblemático, el tiempo, el inicio de los años 60, no lo es menos. ¿Otra novela sobre el fin del sueño americano? Mucho más.

Porque Canadá sobrepasa los límites de la literatura localista. Es también una novela de formación, y sobre todo un intento de comprender la propia vida, de saber enlazar los momentos culminantes de la existencia a través de la narración, y de utilizar la pérdida como un medio hacia la aceptación. En el libro hay varios momentos de extrema trascendencia, pero lo realmente importante trancurre en los tiempos muertos. Los sucesos más llamativos se anticipan casi a la ligera, para que cuando todo explote el lector esté preparado: la acción se va larvando lentamente, la tragedia se presenta de manera ineluctible, pero el estilo siempre es contenido y la asimilación tiene mucho más que el hecho en sí.




El libro está dividido en tres partes muy diferentes que sin embargo están imbricadas de manera indeleble. Si al principio asistimos al derrumbe de una familia y en la segunda al paso precipitado a la independencia a través de la tragedia, será en la breve última parte cuando todo cobre sentido. Y esta frase hecha tiene en este libro su máxima significación. No nos referimos a que se explique lo que hemos leído antes, sino a que la existencia de su protagonista, marcada por dos episodios extremadamente perturbadores, es ahora, ya en la parte final de su vida, cuando puede verse con la perspectiva necesaria y la sabiduría acumulada para poder entenderse.

Un recurso característico en Ford es iniciar un diálogo con una pregunta, por ejemplo, y que la respuesta no llegué hasta tres extensos párrafos después. Es una muestra de su minuciosidad, de cómo exprime hasta la médula cualquier matiz de observación o reflexión. Su escritura es de una densidad al alcance de muy pocos escritores, siempre ambiciosa en los temas, pero a la vez atenta a los detalles. El lector no puede saltarse ni una frase, ni tan siquiera relajar la atención: una idea clave, un pensamiento revelador, una frase redonda puede estar a la vuelta de la coma. Como el protagonista de Canadá, Ford ha alcanzado la sabiduría y es lo suficientemente generoso como para compartirla sin cicatería.

Editorial Anagrama
Traducción de Jesús Zulaika