jueves, 27 de noviembre de 2014

Niveles de vida, de Julian Barnes


Parece que Julian Barnes ha llegado a un punto en su trayectoria como escritor en la que ya se siente libre para hacer lo que quiera. Solo así se explica un libro tan heterogéneo, valiente y sincero como Niveles de vida. Si las dos primeras partes son historias ligeras, agradables, sobre la relación de Nadar y Sarah Bernhardt con los globos aerostáticos (!), el último capítulo, en el cambia totalmente el tono, es un lamento de Barnes por la muerte de su mujer, Pat Kavanagh.

A menudo se ha querido rebajar la categoría de Barnes calificándolo como humorista (como si esto fuera poco, de todas maneras), pero ha sido precisamente este escritor “cómico” quien en sus últimos libros ha roto la barrera de la ironía que siempre ha limitado la literatura inglesa. En Nada que temer ya trataba de manera abierta un tema tan espinoso como el de la muerte y nuestra relación cotidiana con ella. Y en El sentido de un final se preguntaba explícitamente sobre la incapacidad de la literatura inglesa por tomarse nada en serio. Ahora, en Niveles de vida, a Barnes ya no le preocupa parecer sentimental o protegerse tras un distanciamiento impostado: el dolor no tiene nada de gracioso.



En sus relatos sobre Nadar y Bernhardt Barnes demuestra que todavía tiene el pulso de sus mejores momentos. Su escritura es grácil, sabe combinar la anécdota más intrascendente (pero colorida) con la reflexión más aguda. Casi como si fuera una narración cinematográfica, las historias avanzan a través de imágenes de un gran poder evocador y tienen una estructura cerrada, propiciando unas conclusiones que van más allá de lo expuesto. La suma de una imagen y una idea da como resultado algo más que un entretenimiento.

Pero es en la parte final en la que Barnes da lo mejor de sí mismo. No solo hay que tener su talento como escritor, sino que también hace falta el arrojo para confesarse de una manera tan abierta, tan implacable como hace Barnes. Su declaración de amor incondicional solo está a la altura de la asunción de su derrota vital, que ha aprendido a sobrellevar, pero sin resignarse al olvido. Pocas veces hemos leído unas páginas tan descarnadas, tan tristes y a la vez emocionantes. Desde hace mucho tiempo Barnes ha sido uno de los autores más cercanos a nosotros, y este libro permanecerá siempre a nuestro lado.

Editorial Anagrama
Traducción de Jaime Zulaika

miércoles, 26 de noviembre de 2014

La fiesta de la insignificancia, de Milan Kundera


El regreso después de casi quince años de un autor al que hemos admirado tanto como Milan Kundera provoca sensaciones encontradas en el lector. Por una parte siempre se recibe con ilusión la noticia de un nuevo libro de un maestro de la literatura, con esperanzas de que esté a la altura de sus mejores obras. Pero por otro lado, y más con el recuerdo de la insatisfacción que causó su anterior novela, también se produce el temor de que La fiesta de la insignificancia sea una decepción.

Mientras se lee el libro, lo cierto es que esta dualidad permanece en cierto grado. Porque La fiesta de la ignorancia es un libro que se lee con alegría, en el que se encuentran esos hallazgos deslumbrantes que caracterizan a Kundera, en el que reconocemos la escritura reposada y cautivadora del autor. Pero también es pertinente preguntarse si este libro era necesario, si aporta algo a la obra de su autor.




Y la respuesta es: qué más da. Sí, porque si nos atenemos a la “filosofía” del libro, lo importante no es la ambición de trascendencia, siempre un poco ridícula, sino la comprensión de las propias limitaciones, el no tomarse los grandes temas demasiado en serio bajo la amenaza de caer en la pomposidad. Pero, ojo, tampoco hay que dejarse llevar por la superficialidad. El secreto está en detectar las cosas que realmente merecen la pena.

Amor, amistad, familia. Sí, la historia de siempre. La que fue y la que será. Así se puede disfrutar La fiesta de la insignificancia. Como un juego íntimo en el que todos nos conocemos, en el que debemos seguir las reglas, pero solo hasta cierto punto. Y es en ese momento de transgresión en el que encontramos la verdadera gracia, la de un autor que ya no necesita demostrar nada a nadie y que confía en unos lectores igualmente liberados.

Editorial Tusquets
Traducción de Beatriz de Moura


martes, 25 de noviembre de 2014

Vidas de hojalata, de Paul Harding


La historia de Paul Harding es uno de esos milagros que despiertan los anhelos de muchos aspirantes a escritores que ven en él la posibilidad de ver cumplidos sus sueños. Tras publicar Vidas de hojalata de manera casi clandestina, la resonancia del libro poco a poco fue expandiéndose hasta el punto de que ganó el Pulitzer y hoy Harding es un autor admirado y prestigioso. Pero si se trata de un caso extraordinario, desde luego no es pura suerte.

Vidas de hojalata es un libro difícil, en el que se combinan múltiples perspectivas y tiempos narrativos. Pero lo más chocante es la descripción que hace Harding de un mundo alucinado en el que el realismo más tradicional se ve completado por sucesos sin aparente explicación lógica, pero perfectamente integrados. Los continuos saltos narrativos hacen que la historia se complique y el lector vaya dando pasos inciertos, pero es más, en ningún momento el lector puede estar seguro de que lo que le están contando sea cierto o una invención.




Aunque solo en algunos momentos la narración pase a la primera persona, está claro que todo se cuenta desde el punto de vista de George en sus últimos días de vida, cuando los recuerdos de su padre y de su infancia se entremezclan con su propia experiencia. Estas rememoraciones, no solo están enturbiadas por el paso del tiempo, sino que también se mezcladas con las fantasías propiciadas por la enfermedad, lo que sitúa el relato en el terreno de la fábula.

Pese a ser la primera novela de Harding, este despliega todo tipo de recursos narrativos, muy en la estela de Faulkner. No está dispuesto a ponerle las cosas fáciles al lector, que tendrá que completar los vacíos del relato y dar un sentido a lo que en apariencia es un mundo caótico. Pero no se trata de un espectacular despliegue de habilidades narrativas sin fondo. Lo más importante es que este mundo sí tiene un sentido, pero hay que encontrárselo.

Editorial RBA
Traducción de Jordi Martín Lloret

lunes, 24 de noviembre de 2014

Mis páginas preferidas, de Ramón Menéndez Pidal


Una obra tan extensa y variada como la de Ramón Menéndez Pidal puede provocar recelos precisamente por su abrumadora prolijidad. Por eso, un libro de las características de Mis páginas preferidas, en el que el propio autor selecciona algunos escritos especialmente relevantes para él, supone una extraordinaria oportunidad para iniciarse en la obra de uno de los grandes sabios españoles del siglo XX.

Incluso en un libro con las limitaciones de Mis páginas preferidas queda patente la amplitud de conocimientos que poseía el maestro Menéndez Pidal. Aquí encontraremos eruditas consideraciones literarias, sagaces apuntes filológicos y hasta su muy personal visión histórica. El tiempo ha podido matizar algunas de sus ideas, pero la claridad de su castellano y su estilo, que aunque en muchos casos está dirigido a expertos es llano y comprensible, permanece inalterable.

Quizá actualmente se recuerda a Menéndez Pidal sobre todo por su perfil medievalista, y en los primeros artículos del libro demuestra el por qué de esta fama. Sus estudios sobre épica y romances no solo clarifican un tema especialmente oscuro y hasta entonces relegado, sino que son fascinantes en sí mismos, como cuando se centra en la leyenda de la condesa traidora y construye un absorbente relato de investigación.




Pero los dominios de RMP no se limitaban a la Edad Media, como demuestra en sus agudos análisis sobre Santa Teresa de Jesús, Cervantes o Lope de Vega. No hay controversia en la que el autor no participe, siempre aportando un punto de vista formado y unas pruebas que van más allá de la especulación para sustentar una posición que puede parecer excéntrica para finalmente ocupar un lugar predominante.

Curiosamente es al apartado filológico al que menor espacio reserva RMP en estas páginas preferidas, quizá por ser este el terreno más especializado. Pero aún así incluye algún artículo de sumo interés y todavía hoy de total actualidad, como puede ser las diferencias entre el español hablado a ambos lados del Atlántico y su posible transformación en dos idiomas diferentes con el paso del tiempo.

Pero la sección más discutible del libro es la que Menéndez Pidal dedica a la historia de España. Su visión nacionalista ha quedado hoy totalmente desfasada, y aunque es innegable su solidez argumentativa y muy valorable su sujeción a fuentes primarias, sus interpretaciones no se pueden leer hoy con la misma seriedad. Lo que no impide que el último de los textos recogidos, titulado explícitamente Las dos Españas y escrito en 1947, sea un ejemplo de su valor intelectual y personal. Menéndez Pidal era un católico liberal que como muchas otras personas se vio en medio de un fuego cruzado que devastó España. Desde su posición moderada, ya en una época tan temprana defendió la necesidad de una tolerancia mutua que permitiera hacer progresar el país y dejará atrás su secular división. En este caso, sus palabras sí que mantienen plena vigencia.

Editorial Gredos

jueves, 20 de noviembre de 2014

El nombre en la punta de la lengua, de Pascal Quignard


Parece imposible que un libro tan pequeño como El nombre en la punta de la lengua (poco más de 100 páginas) contenga tantos misterios. Siempre ha sido difícil describir la escritura de Pascal Quignard, pero un libro como este escapa a cualquier intento de categorización. Comienza con un prólogo que no se parece a ningún prólogo, para después contar una leyenda medieval de apariencia tan sencilla como rica en símbolos, y concluir con un ensayo personalísimo sobre lenguaje y silencio.

Si la leyenda de Colebrun y Jeûne es un trabajo de orfebrería, un hechizo en sí misma, la segunda parte del libro, Pequeño tratado sobre la Medusa, se presenta como la necesidad del autor de expresarse, de dejar por escrito pensamientos dispersos que para él tienen una relevancia vital. Es oscuro y filosófico, pero también deslumbrante. Al contrario que ese tipo de literatura solipsista cerrada sobre sí misma, la escritura de Quignard abre caminos.




Como la mayoría de los escritores, Quignard confiesa que tiene grandes dificultades para expresarse verbalmente. Incluso a lo largo de su vida ha tenido episodios de mutismo total. Pero, como escritor, su gran preocupación no es ya qué escribir (ese engaño de la página en blanco), sino para qué. La búsqueda y el encuentro, la infancia, la epifanía. Puede que sean lugares comunes, pero Quignard los trata con una profundidad casi insólita.

El propio estilo del autor es una declaración de intenciones. Es denso, tan poblado de referencias (algunas tan íntimas que son casi de imposible interpretación), con una narración intrincada y de apariencia caprichosa, que a veces parece totalmente ajeno al lector, quien sin duda no es una de sus mayores preocupaciones. Quignard tiene muchos motivos para escribir, pero sin duda complacer no es uno de ellos.

Editorial Folio
Edición en castellano en Arena Libros

miércoles, 19 de noviembre de 2014

George Bernard Shaw, de G. K. Chesterton


Al inicio de esta insólita biografía, Chesterton admite que es bastante improbable que alguien que no haya leído antes nada de este autor se pueda interesar por un libro titulado George Bernard Shaw. Pero en realidad esto no es así por varios motivos: en primer lugar, porque cualquier libro escrito por Chesterton merece la pena, sea cual sea su tema. Pero es que además Chesterton ni tan siquiera se centra en la obra de Bernard Shaw. Eso sería quedarse en la superficie.

Al contrario de lo que ocurriría en una biografía convencional, Chesterton no se ocupa de la vida de Bernard Shaw, ni le preocupa su infancia, ni su vida personal ni su carrera. Sin embargo, a los hechos indudables que un autor normal ni se ocuparía en tratar, Chesterton les da la mayor trascendencia. GBS era irlandés. Y socialista. Y vegetariano. (Estas eran las tres cosas que todo el mundo sabía sobre él). Pues bien, Chesterton se sirve de cada una de estas características para dibujar al personaje. Su mirada es tan particular como la del propio retratado, así que el lector nunca sabrá a qué conclusiones va a llegar.




Y cuando Chesterton finalmente se ocupa de su obra, nos encontramos con que ni tan siquiera menciona las que seguramente sean las obras de GBS que más han perdurado: Pigmalión y Santa Juana. Cierto que Chesterton tuvo la desventaja de escribir el libro cuando Shaw todavía no había escrito estas obras, pero en realidad, para lo que le interesaba, esto es secundario. Chesterton saca sus propias conclusiones de los textos de Shaw, y a menudo da la impresión de que ni tan siquiera le importa demasiado lo que este podría decir. Sabe que nadie le conoce y la ha comprendido mejor que él.

Otra de las paradojas de la obra (aunque ciertamente a Chesterton no le habría agradado este término) es la relación entre ambos escritores. Sería difícil encontrar dos personalidades más opuestas o un tema en el que los dos estuvieran de acuerdo. Sin embargo, durante toda su vida Chesterton y GBS se profesaron una admiración mutua y una amistad a prueba de encontronazos intelectuales. Ambos supieron apreciar la valía de su némesis, y este libro de Chesterton es tanto una refutación de sus tesis como un reconocimiento de su grandeza.

Editorial Renacimiento
Traducción de José Méndez Herrera

martes, 18 de noviembre de 2014

Un universo de la nada, de Lawrence Krauss


El panorama que dibuja Lawrence Krauss en Un universo de la nada no puede ser más desolador: no solo el universo no tiene sentido, sino que se encamina de manera inexorable hacia su desaparición. Y sin embargo, el asombro que despliega Krauss en cada página, su emoción ante las maravillas de la naturaleza es da tal intensidad que el lector a la fuerza se verá contagiado por su emoción. Esto es lo que hay, y si no te gusta, peor para ti. Pero no te quejes, el mundo está lleno de sorpresas y de descubrimientos aún por realizar.

Es digno de admirar que un científico eminente, como se suele decir, de la categoría de Krauss, un puntal de la cosmología moderna, se haya empeñado en escribir un libro para todos los públicos en el que no solo se ocupa de aparcar la teología como método de conocimiento (tan superfluo y redundante como la misma existencia de Dios), sino que permite un acercamiento cabal y comprensible a una disciplina ardua donde las haya.




En la primera parte del libro Krauss resume de una manera compleja pero accesible los descubrimientos más relevantes del último siglo en materia de cosmología, lo que incluye campos a priori tan indigestos como la física cuántica y conceptos tan abrumadores como el multiverso o la teoría de las cuerdas. Pero Krauss además de pasión también tiene la capacidad para explicar experimentos y hallazgos de una manera divertida y que, si no se alcanza a asimilar del todo, al menos ofrece una esquema de referencias por el que moverse con soltura.

La parte final, con los conocimientos ya asentados, está dedicada a la pregunta que ha orbitado alrededor de todo el libro: ¿por qué hay algo en lugar de nada? La respuesta puede parecer anticlimática, pero al menos no se esconde en la especulación. Krauss defiende la ciencia como el único método creíble de conocimiento, y nunca está de más recordarlo. Si en algún momento el mundo acabará rodeado de tinieblas, ese momento todavía no ha llegado.

Editorial Pasado & Presente
Traducción de Cecilia Belza y Gonzalo García

lunes, 17 de noviembre de 2014

Isla, de Alistair MacLeod


La misma paciencia y lentitud que Alistair MacLeod aplicaba a su escritura (menos de una veintena de cuentos y una novela en más de 30 años de oficio) se transmiten a sus relatos. En ellos apenas hay una trama que pueda resumirlos, no hay grandes acontecimientos ni misterios que resolver. Sus cuentos son ante todo un paisaje, el de Cabo Bretón, y unos personajes, todos cortados por el mismo patrón, que viven en sus páginas con las mismas limitaciones y anhelos que fuera de ellas.

Aunque el espacio en el que se desarrollan las historias reunidas en Isla sea Canadá, en muchas ocasiones parece que los personajes de MacLeod sean escoceses. Y no solo por la permanencia del gaélico. Estos duros hombres dedicados a oficios duros que saben lo que hay que hacer y estas mujeres decididas e impetuosas que siempre ejercen como eje de la familia se repiten en todos los cuentos. Como en el comportamiento de estas personas, preocupadas por lo esencial y casi sin tiempo para las alegrías, en el estilo de MacLeod no sobra nada, la depuración está llevada al límite.




En casi todos los relatos el punto de vista es el de un niño o alguien muy joven. Para este narrador la vida no tiene por qué ser tan estrecha como se la presentan sus mayores, pero los obstáculos que encontrará en su camino no serán fáciles de superar. En la búsqueda de la libertad se topará con la rémora de la familia, y si el contraste entre tradición y modernidad puede parecer abstracto, cuando la dicotomía se dilucida entre permanecer fiel a la familia o encontrar su propio lugar, la cosa se complica.

Curiosamente, quizá el mejor relato del libro es precisamente uno de los pocos que tiene a un adulto como centro de la narración, La armonía perfecta. En la escritura poco expansiva de MacLeod, en la que apenas hay espacio para los diálogos o la variedad de puntos de vista, aquí nos encontramos con una historia más elaborada, con más aristas. Antes de enfrentarse a este libro hay que saber qué se tiene delante, porque solo así podrá apreciarse a un autor muy personal, difícil de tratar, y con secretos que habrá que luchar por descubrir.

Editorial RBA
Traducción de Miguel Martínez-Lage e Íñigo García Ureta


viernes, 14 de noviembre de 2014

La maestra Annuzza, de Elvira Mancuso


Hay un capítulo en El grupo, de Mary McCarthy, en el que una de sus protagonistas debe realizar un informe de lectura de una novela italiana. Para ella el libro es una clara metáfora de la Italia mussoliniana, pero en realidad se trata de una novela del siglo XIX. Y es que hay que tener mucho cuidado a la hora de hacer interpretaciones contemporáneas de libros clásicos, pues lo más fácil es patinar. Conociendo algo de la trayectoria de Elvira Mancuso se podría calificar La maestra Annuzza como un alegato feminista, pero si se realizara una lectura a ciegas como el del personaje de McCarthy, se podría llegar a la conclusión de que se trata de un libro escrito por un misógino empedernido.

En realidad, lo que hace grande el libro de Mancuso es que no está sujeto a ninguna ideología. El propósito de la autora no es presentar una tesis camuflada más o menos hábilmente dentro de un relato novelesco, sino que sus personajes tienen los claroscuros de las personas reales. Sus motivaciones van de la pureza espiritual al interés más mezquino, a menudo mezclados en un mismo personaje. Su desarrollo es lógico y a la vez incomprensible. Su conclusión, casi operística, tiene implicaciones que van más allá del melodrama y que tampoco deberían circunscribirse a una lectura contemporánea.




El personaje de Annuzza no es en ningún momento un modelo de mujer liberada. Puede que su finalidad sea encomiable, pero sus motivaciones son rastreras, y su comportamiento está marcado por la ingratitud, la fatuidad y el rencor. Todo ello presentado de manera totalmente comprensible. Pero el cuadro no estaría completo sin la figura de la madre, la abnegada mártir dispuesta a cualquier cosa por cumplir los deseos de su hija. Y es relevante que según el libro se acerca a su conclusión, Mancuso aleje el foco de atención de Annuzza para centrarse en Pasquale, el novio baqueteado cuya ignorancia y buen corazón se gana la simpatía del lector, lo que hará todavía más complejo asimilar el desenlace.

La maestra Annuzza nos ha recordado poderosamente a las novelas de Galdós. En ella se encuentra la misma humanidad, la misma atención y ternura hacia las clases más desfavorecidas, también la perspicacia psicológica que transforma a sus personajes en seres de carne y hueso, sin que que en ningún momento decaiga el pulso de la narración. Con las limitaciones que supone una traducción, de igual manera se percibe el dominio de Mancuso para captar el habla popular en toda su expresividad y naturalidad.

Editorial Periférica
Traducción de Francisco de Julio Carrobles

jueves, 13 de noviembre de 2014

El hombre que se esfumó, de Maj Sjöwall y Per Wahlöö


El aluvión de títulos de novela negra nórdica que ha llegado a las librerías españolas en los últimos años ha venido acompañado de un buen puñado de tópicos, siendo uno de los más cansinos aquel que predica que estos libros destapan “la lado oscuro de la idílica sociedad escandinava”. Maj Sjöwall y Per Wahlöö, ya considerados como clásicos del género, no podían escapar a esta encasillamiento, pero lo cierto es que en El hombre que se esfumó habría que buscar mucho para encontrar esta crítica social.

Cierto que hay un crimen, porque si no nos quedaríamos sin novela, pero más allá del curioso contraste que se produce respecto a Hungría, donde al parecer apenas había delitos y los pocos que se producían se resolvían con una celeridad supersónica, no hay mucho más donde rascar. Lejos de ese tono pretencioso con el que algunos pretenden cargar la novela negra, Sjöwall y Wahlöö despliegan todas sus habilidades como maestros del relato criminal y arman un relato clásico sin fisuras.




Lo más curioso es que en una novela bastante corta (poco más de 200 páginas), gran parte de la narración está dedicada a seguir los paseos de su protagonista, Martin Beck, y a acompañarle mientras come y bebe con asiduidad. En las novela negra, como es sabido, el secreto no está en la resolución del misterio, sino en la creación de ambientes, y Sjöwall y Wahlöö, alejados del cómodo territorio sueco, se las apañan para dibujar una historia de esas en las que nada es lo que parece, llena de pistas falsas y senderos que conducen a lugares inesperados.

En la segunda parte del relato la acción se acelera y entra en juego el puro método detectivesco. El lector más atento podrá llegar a sus propias conclusiones sin que se le prive de datos relevantes. La acumulación de información, los detalles dispersos sin darle mayor relevancia, convierten la lectura en una juego detectivesco en sí mismo. Porque aunque decíamos que en la novela negra este aspecto no es el más relevante, lo más destacable de los libros de Sjöwall y Wahlöö es que combinan lo mejor de ambos mundos.

Editorial RBA
Traducción de Enrique de Obregón, Martin Lexell y Manuel Abella

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Reunión en el restaurante Nostalgia, de Anne Tyler


Hacia el final de Reunión en el restaurante Nostalgia, Pearl Tull, la madre sobre la que gravita la familia protagonista y toda la novela, comenta que a ella las desgracias siempre le han parecido cosa de pobres, como esa mujer a la que van a desahuciar y que tiene siete hijos, dos de ellos enfermos y otro en la cárcel. Pero mira a su alrededor y se da cuenta de que todos sus hijos, pertenecientes a la aparentemente confortable clase media, sufren de una desdicha que les ha amargado la vida. Lo que es incapaz de reconocer es que ella sea la causante de esta maldición.

Y es que el personaje de Pearl es de tal complejidad y humanidad que el lector en ningún momento puede encasillarla. En principio puede parecer un monstruo que maltrata a sus hijos, a los que marca de por vida de tal manera que son incapaces de encontrar la felicidad. Pero esa sería solo una de sus caras. Pearl también es una mujer impetuosa y decidida que logra sacar adelante a su familia sin la ayuda de nadie. Es arisca y de trato difícil, pero también la persona que siempre estará allí cuando se la necesite. Solo por haber construido este personaje Anne Tyler ya podría ser considerada como una de las mejores escritoras de su generación.




El estilo de Tyler se caracteriza por esta riqueza en los retratos de los personajes. Todos son seres vivos reconocibles, con su lado bueno y su parte oscura. Los acontecimientos de su vida no parecen gran cosa, no hay aventuras ni grandes sucesos, pero es que así es la vida. Tyler tiene algunas obsesiones muy personales que suele repetir en sus novelas, como las dificultades matrimoniales, pero nunca se deja llevar por el sentimentalismo o la grandilocuencia. Como los realmente grandes autores americanos, su gran novela no es sobre temas más grandes que la vida, sino tan cotidianos que cualquier lector puede sentirse identificado.

Una escena que se repite en Reunión en el restaurante Nostalgia son precisamente esas comidas familiares que por un motivo u otro nunca llegan hasta el final. La dificultad para decir la verdad, la incapacidad casi física para sincerarse con el otro. Ni tan siquiera son mentiras, porque todo el mundo sabe lo que hay detrás de esa falta de comunicación. Pero siempre hay una carencia, una imposibilidad de hacer lo que realmente se quiere. Y sin embargo, como pasa con la nostalgia, el sentimiento que prevalece no es el de la decepción, pues en algún momento, quizá tan intrascendente como el observar un abejorro, se alcanza la percepción de la plenitud.

Editorial Lumen
Traducción de Aurora Echevarría

martes, 11 de noviembre de 2014

Harriet, de Elizabeth Jenkins


Que la historia narrada en Harriet esté basada en hechos reales (cuando esta advertencia no se había convertido en nicho de películas para televisión) solo añade una pizca más de terror a un relato capaz de poner los pelos de punta al lector más entrenado. Porque lo verdaderamente pavoroso del libro es que los monstruos que aparecen en él no son los típicos psicópatas a los que la ficción ya nos ha acostumbrado, sino personas en apariencia normales. Incluso los hay bondadosos, pero que prefieren mirar para otro lado, lo que los convierte en cómplices de la abominación.

El relato de Elizabeth Jenkins comienza como tantas historias convencionales, con una mujer débil y un trepa que intenta aprovecharse de ella. Incluso en un primer momento hay cabida para el humor, el tono ligero. Pero desde el principio hay algo en el subtexto que inquieta al lector. No se sabe muy bien qué está pasando, y de hecho no hay nada en la narración que subraye el peligro, pero se percibe la incomodidad, el terror larvado, la cuenta atrás hacia la tragedia.




Precisamente la característica más notable del estilo de Jenkins es su sutileza. En un primer momento hasta se la podría acusar de frialdad. Pero, casi siempre de manera indirecta y sin dar importancia, va sembrando la novela de sucesos turbadores. El ambiente es enrarecido, los personajes, poco a poco, van desvelando su verdadero rostro. Y, lo que era impensable, cobra forma. La manera en la que el mal en estado puro se desliza entre la cotidianidad tiene su equivalente en cómo Jenkins introduce escenas de lo más chocante en medio de una aparente normalidad.

Aunque el suceso del que la autora se sirvió como inspiración tuvo lugar alrededor de 1875, el libro fue publicado en 1934, y resulta difícil no asociar su argumento con el periodo histórico que vivía Europa por esas fechas. No se trata de una parábola sobre el nazismo, pero a través de sus personajes sí que podemos indagar en los procesos psicológicos que llevaron a miles de personas supuestamente razonable a abrazar el horror. En este sentido, la última parte de la novela, que puede parecer un añadido que se aparta del tono general del libro, es una obvia toma de partido por parte de la autora. El lector también tendrá que decidir.

Editorial Alba
Traducción de Catalina Martínez Muñoz

viernes, 7 de noviembre de 2014

La rive gauche, de Herbert Lottman


En todo el siglo XX ha habido pocos escenarios culturales tan prolíficos, controvertidos e influyentes como el París de los años 30 y 40, cuyo principal centro de ebullición era la rive gauche y su símbolo los cafés del bulevar Saint-Germain. De ello dan fe libros imprescindibles como Y siguió la fiesta, de Alan Riding o París después de la liberación, Antony Beevor, pero para completar el panorama no puede faltar el completísimo La rive gauche, en el que Herbert Lottman hace un repaso exhaustivo de los personajes más relevantes de la época, en su grandeza y en sus miserias.

Algunas figuras parecen personificar el espíritu de su tiempo, y en el caso del París de estos años André Malraux tuvo la capacidad proteica de estar siempre en el lugar indicado en el momento adecuado. Compañero de viaje de los comunistas durante los años 30, resistente “interior” en los primeros momentos de la ocupación y activo en la fase final de la guerra, e intelectual de cabecera para De Gaulle, la biografía de Malraux se solapa a menudo con la historia de Francia.

Pero Malraux es solo uno de los ejes sobre los que Lottman construye su narración. Otra figura clave es la de Gide. Si Malraux parecía tener la habilidad de salirse siempre con la suya, Gide era proclive a meterse en fregados que siempre le metían en problemas. Después de la guerra serían Sartre y Camus quienes ocuparan el centro de atención y dominaran el debate intelectual, siempre en torno al enfrentamiento entre comunismo y capitalismo, que situó a gran parte de los artistas franceses en una encrucijada de difícil solución.




En el libro Lottman recupera muchos más nombres relevantes, algunos conocidos por el público español y otros que solo recuerdan los especialistas. Pero lo que consigue el autor es un relato fiel y complejo de una situación que no se caracterizaba precisamente por su sencillez. Si en los años 30 se sembraron las semillas de la discordia, durante la guerra la polarización de la sociedad hizo casi imposible mantener un comportamiento adecuado. Hubo algunos héroe y otros tantos villanos, pero la mayoría se tuvo que conformar con sobrevivir.

Ahora parece difícil creerlo, pero por aquellos años Paris era no solo el referente intelectual del mundo, sino también el laboratorio donde se ponían a prueba los experimentos políticos más osados, como sucedió con el gobierno del Frente Popular. Pero, lamentablemente, después de la guerra Francia ya no volvería a ocupar ese lugar privilegiado y los pensadores y artistas que habían hecho avanzar el mundo se vieron sustituidos por intelectuales orgánicos y creadores de vacuidad. La fiesta se había acabado.

Editorial Tusquets
Traducción de José Martínez Guerricabeitia

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Un reguero de pólvora, de Rebecca West


Uno de los grandes temas de debate a los que se ha tenido que enfrentar el periodismo moderno es la posibilidad de una mirada objetiva ante los hechos narrados. Rebecca West, novelista intachable, no permaneció ajena a esta cuestión, y aunque en los reportajes incluidos en Un reguero de pólvora siempre mantuvo una perspectiva personal, lo que más llama la atención de su posición a la hora de contar los sucesos es su apertura de mente. Como dice Agustín Díaz Yanes en el prólogo, West fue una de las primeras intelectuales en criticar el comunismo desde posiciones izquierdistas, y este mismo compromiso con la verdad se traslada a su forma de escribir y percibir el mundo: los prejuicios, por muy biempensantes que sean, no dejan de ser un velo que distorsiona la realidad.

Armada con esta amplitud de miras, su relato sobre un un juicio por linchamiento que tuvo lugar en el sur de EE.UU en los años 50, Ópera en Greenville, se aleja de los postulados liberales más esquemáticos, que veían en este proceso una farsa, y se fija en todos los detalles que permiten completar una fotografía más compleja. A West no se le escapan las circunstancias sociales que provocan aberraciones como un linchamiento, pero también está atenta a los rasgos personales de cada individuo. Está claro que hay buenos y malos, pero cada persona tiene sus propias contradicciones.




Este aspecto está ampliamente desarrollado en los tres artículos que West dedicó a la Alemania de posguerra. En el primero de ellos, centrado en los juicios de Núremberg, la autora mezcla un ambiente solemne de trascendencia histórica con apuntes paródicos típicamente ingleses. West no esquiva los grandes temas (como puede ser la legitimidad de la pena de muerte), pero siempre mantiene un estilo personal marcado por la ironía. En los otros dos artículos “alemanes” West analiza el progreso de la sociedad alemana y sobre todo cuestiona el papel de las fuerzas aliadas, aunque mantiene la comprensión ante las limitaciones. Es muy fácil criticar, parece que dice, pero cuando se conoce el meollo de la cuestión, se entiende el porqué de determinadas decisiones.

Todos los reportajes están dirigidos a un público americano, pero no podrían ser más ingleses. En El señor Setty y el señor Hume se ocupa de un caso de asesinato que desconcertó incluso a los circunspectos tribunales británicos, mientras que en La mejor ratonera retrata una historia de espías como si fuera un libro de Graham Greene. Es digno de admirar cómo West se detiene en aspectos de apariencia marginal (los lugares por los que han pasado los protagonistas, personas de importancia limitada) para dibujar un escenario rico en matices y que permiten al lector sacar sus propias conclusiones. Porque, como dice la última frase del libro, los hechos admiten varias interpretaciones.

Editorial Reino de Redonda
Traducción de Antonio Iriarte

lunes, 3 de noviembre de 2014

Mister X, de Peter Straub


Cuando se califica un libro como “raro” lo normal es que este adjetivo quiera decir que no se ha entendido nada, ya sea por culpa del autor o del lector. Pero en Mister X esta apreciación adquiere otra dimensión. Es cierto que Peter Straub maneja con fidelidad los códigos del género de terror y que utiliza muchos elemento habituales en este tipo de historias, ya sean paranormales (la capacidad de desaparecer, atravesar paredes, viajar en el tiempo) o sencillamente espeluznantes (asesinatos a mansalva, cuerpos desmembrados, violencia sangrienta), pero la turbación que siente el lector es más profunda.

En un libro tan consciente de las normas del género, lo más interesante de Mister X son sus implicaciones literarias. El personaje que da título al libro toma la mitología creada por Lovecraft como algo real y actúa en consecuencia, solo que sus poderes sobrenaturales y su maldad le llevan a desatar un infierno en el que todo es posible, y que seguro que acabará en un baño de sangre. Pero hay algunos apuntes incluso divertidos, como el de convertir a Mister X en un autor de terror frustrado. A saber las implicaciones que este guiño tendrán para Straub.




Straub no se conforma con los meandros de la narración y puebla su historia con numerosos personajes (incluyendo un dopplegänger que inevitablemente recuerda a Poe), que van desde lo más siniestro o lo maquiavélico, presentando un panorama intranquilizador y una visión totalmente negra de la especie humana. Estos personajes no son descuidados ni gratuitos, sino que siempre aportan una nueva capa a la historia principal, una vía de escape o de conocimiento a su esquivo protagonista.

Pero lo cierto es que la novela tiene muchos altibajos y cierta confusión, que más que atrapar alejan al lector, que tiene que tomar algo de distancia para asimilar todo lo que Straub le está contando. Aunque los narradores están identificados (al menos en apariencia), los saltos narrativos son tantos y tan dispares que al igual que su protagonista, en muchas ocasiones el lector no sabe lo que está pasando. Al principio el desconcierto es total, y a lo largo de la narración harán falta recapitulaciones periódicas para no perderse, hasta llegar a un final que sugiere que, ni tan siquiera con todos los sentidos alerta, puede que nos hayamos enterado de toda la verdad.

Editorial Planeta
Traducción de Cristina Pagès