jueves, 29 de enero de 2015

El peatón de París, de Léon-Paul Fargue


En un hilarante sketch de Portlandia un punki queda en coma en los años 70 para despertarse en la actualidad y descubrir abochornado que el mundo ha sido conquistado por los yupis. Y es que al parecer cada generación tiene que pasar por ese momento traumático en el que se da cuenta de que la gloria vivida en la juventud ha pasado. Aunque sea una percepción equivocada , como reflejaba Woody Allen en Medianoche en París (referencia que viene muy al caso), a nadie se le podrá convencer de que los buenos viejos tiempos no fueron mejores.

Y más difícil todavía sería discutírselo a Léon-Paul Fargue, conocedor de los encantos de la Belle Époque y amigo de los artistas más destacados de su tiempo (y de los mejore vividores, dos categorías que a menudo se mezclaban). En El peatón de París Fargue rememora con pasión y nostalgia aquellos días en los que París era el centro del mundo, cuando en cada portal vivía un pintor y en cada calle había un bar imprescindible. Ahora la pátina del desencanto le hace ver una ciudad decadente, pero el lector actual añade su propia perspectiva, lo que redobla los efectos evocadores.




Los paseos de Fargue, arquetipo del flâneur, nos descubren una ciudad secreta en su exhibicionismo, llena de pasajes conocidos o misteriosos, en los que siempre encuentra un motivo de reivindicación. Sus descripciones son como ensoñaciones en los que se mezclan la ironía de quien ya lo ha vivido todo y la más franca admiración por una ciudad que no se acaba nunca. De la misma manera que su deambular es moroso, la lectura debe acompasarse y demorarse en sus elegantes y fulgurantes frases llenas de belleza y reverberación.

Gracias a El peatón de París podemos conocer algunas historias banales, como postales envejecidas, que adquieren categoría de símbolos. Nos encontramos con personajes fabulosos, desde Proust hasta la última actriz ya olvidada. Y recorremos calles, cafés, hoteles y todos aquellos rincones que han convertido París en una ciudad mítica. Pero, cuidado, no se trata de una guía de viajes. Como sucede de manera todavía más marcada en Según París, el tono de Fargue es poético, casi simbólico. Este París ya nunca volverá a existir (si es que alguna vez lo hizo), pero gracias a Fargue podemos vivirlo como si nada hubiera pasado.

Editorial Errata Naturae
Traducción de Regina López Muñoz

miércoles, 28 de enero de 2015

El tercer policía, de Flann O'Brien


¿Pero dónde se había escondido este Flann O'Brien? Bueno, después de leer El tercer policía tenemos una buena pista: en la eternidad. No creemos exagerar si decimos que O'Brien es uno de los escritores irlandeses (es decir, universales) más originales, audaces y divertidos del pasado siglo. E cierto que al leer El tercer policía resulta inevitable acordarse de Beckett (y más concretamente, de Molloy), y que su estilo se podría resumir un poco arbitrariamente como “absurdo”, pero sus libros siguen siendo absolutamente personales.

Ya en En-Nadar-dos-pájaros descubrimos que O'Brien tenía una habilidad especial para mezclar realismo y literatura fantástica de una manera fluida, como si la intersección entre los los dos mundos fuera algo cotidiano. Pero en El tercer policía esta confusión va un paso más allá. Guiado por la voz de un badulaque de existencia incierta, el lector recorrerá caminos en los que las circunstancias más disparatadas, los personajes más extravagantes, se presentan con absoluta naturalidad.





Gran parte del libro, y en apariencia sin venir a cuento, se dedica a la figura de de Selby, un filósofo o algo parecido con las teorías más estrambóticas que se puedan imaginar. Sin embargo, estas ideas disparatadas, acompañadas de un profuso aparato crítico que recoge las interpretaciones de sus múltiples exégetas, contribuyen a crear un mundo alucinado en el que todo es posible y ni las leyes de la física ni de la moral parecen regir. Es, quizá, el mundo de la literatura.

La otra trama principal, por decirlo de alguna manera, se centra en una investigación policial en la que víctimas, culpables y incluso objetos se intercambian sin seguir ninguna lógica. La obsesión por las bicicletas, los pasatiempos inconcebibles de los policías, su descubrimiento de la eternidad, son solo algunos de los episodios más destacados de una narración sin normas y circular que puede dar pie a múltiples interpretaciones (no puede faltar la más común: esto es el infierno), pero que en cualquier caso produce un estado de lectura convulsionada y de feliz desconcierto.

Editorial Nórdica
Traducción de Héctor Arnau

martes, 27 de enero de 2015

Naturaleza incompleta, de Terrence W. Deacon


Para afrontar una investigación como la que Terrence W. Deacon plantea en Naturaleza incompleta, nada menos que “la transición de la no vida a la vida y la transición del mecanismo insensible a la mente” es necesario estar pertrechado con un bagaje teórico de primer nivel, que combine tanto conocimientos científicos como, y esta es una de las peculiaridades más atractivas del libro, una visión filosófica.

Y, desde luego, Deacon está bien preparado. Profesor de Antropología en Harvard y Berkeley y neurocientífico destacado, quizá en Naturaleza incompleta lo más destacable es su aportación como estudioso del lenguaje. Porque libros sobre el surgimiento de la vida y la formación de la conciencia hay muchos, pero la aproximación de Deacon es si no original (ha sido acusado de plagio), al menos sí muy audaz.




Para dejar las cosas claras, Naturaleza incompleta no es un libro que ofrezca respuestas, sino que su valor es despejar el camino y ofrecer nuevas preguntas. En la primera parte Deacon se dedica a descabezar muchas de las teorías más populares (¡incluso se atreve a acusar a Chomsky de dualista!), para después entrar en materia con una nueva perspectiva. Para ello utiliza una serie de neologismos y conceptos ad hoc que faciliten la compresión de procesos antiintuitivos y de gran complejidad.

En el largo camino que va de lo “ausencial” (propiedad de existir respecto a algo ausente) hasta las “ligaduras” (lo que no está pero podría haber estado), Deacon busca un concepto para la física tan revolucionario como lo fue el descubrimiento del 0 para las matemáticas. Es un trayecto arduo, en el que abundan los desvíos y cuyo fin todavía se ve lejano. Pero propuestas como las de Deacon ayudan a iluminar la vía y a que al menos sepamos qué estamos buscando.

Editorial Tusquets
Traducción de Ambrosio García Leal

lunes, 26 de enero de 2015

Mi impresionante carrera, de Miles Franklin


Quizá sería mejor leer Mi impresionante carrera sin saber nada de su autora, no tanto por la sorpresa que supondría descubrir que fue escrita por una adolescente, sino para evitar prejuicios y condescendencias. Pero, en cualquier caso, aún sabiendo de la precocidad de Miles Franklin, es inevitable no recelar en algún momento de la veracidad de la historia, pues aunque Mi impresionante carrera tiene toda la espontaneidad y el espíritu libre que se espera de una autora tan joven, también tiene la perspicacia y el fino análisis de la realidad que se esperaría de alguien mucho más maduro.

El inicio de la historia nos sitúa en esos paisajes evocadores que, a la manera de W. H. Hudson en Allá lejos y tiempo atrás, rememoran una infancia asilvestrada en territorios casi inexplorados. Pero si en la literatura estás invocaciones suelen ser elaboradas y poéticas (por lo tanto, embellecidas), en el caso de Franklin, que retrata sus vivencias de apenas unos años atrás, su visión es mucho menos lírica (aunque incluye descripciones de las grandes extensiones australianas de una gran belleza) y más directa: para ella las cosas todavía no son tan bonitas como la pérdida de memoria nos hará creer.




La originalidad del libro de Franklin se construye sobre las bases de la tradición más trillada. Porque en Mi impresionante carrera no falta ni la historia de amor imposible (con patito feo incluido), ni el extraño alto y moreno, ni tan siquiera la herencia salvadora. Pero es como si Franklin simplemente plantear estos tópicos para después dinamitarlos. En una lucha constante con el lector, que espero que tanto la autora como la protagonista acaben cediendo y se rindan a la convención, al final siempre acaba por imponerse.

Porque lo más atractivo del libro es el espíritu independiente y casi salvaje de Sybylla, su protagonista. Ahora sabemos que Franklin fue una mujer con las ideas muy claras, inquieta y activista en diversos campos. Pero esto sería fácil de intuir tan solo fijándonos en las características de Sybilla, esa muchacha menor de edad, vista por quienes la rodean como una marimacho pero capaz de luchar contra las imposiciones que cree injustas, rebelde ante las convenciones sociales, tenaz y decidida. Y que encima tenía un don natural para escribir.

Editorial Alba
Traducción de Amado Diéguez y Concha Cardeñoso Sáenz de Miera

jueves, 22 de enero de 2015

Nuevas maneras de matar a tu madre, de Colm Tóibín


Pese a lo que pueda decir cierto autor algo confuso y a menudo confundido, lo cierto es que habitualmente la mejor crítica literaria viene de los mismos escritores. Y si Colm Tóibín es uno de los mejores novelistas de la actualidad, lo que tiene que decir sobre algunas de las figuras literarias más relevantes del pasado siglo es del máximo interés. Por eso Nuevas maneras de matar a tu madre no defrauda: cada artículo está redactado con la profesionalidad que se podría exigir a un estudio académico y además tienen el plus de estar escrito por alguien con la sensibilidad, la capacidad analítica y el humor que se espera de todo gran novelista.

Es cierto que el título de esta colección de ensayos puede llevar a engaño, sobre todo porque la metáfora no está tanto en el verbo como en el objeto. La “madre” de la que habla Tóibin pocas veces es la verdadera madre de los autores que estudia, sino que en realidad a menudo se refiere al padre (incluso a los hijos), o a la tradición o a la patria (especialmente, Irlanda). En cualquier caso, siempre se trata de autores que tienen que desembarazarse de una pesada carga para conseguir la libertad suficiente que les permita desarrollar su arte.




Cada artículo se centra en señalados conflictos biográficos en los que los escritores (de Henry James a James Baldwin) son vistos con comprensión. Algunos pueden parecer más simpáticos (el trágico Hart Crane) y otros insoportables (en esto John Cheever se lleva la palma sin ninguna duda), pero en todos los casos Tóibin nos ayuda a comprender mejor el proceso casi freudiano por el que tuvieron que pasar todos los autores retratados para imponerse, y que pasaba por destruir sus familias (una vez más, tanto en sentido figurado como literal).

Se podría echar en falta una mayor presencia del propio Tóibin en estos perfiles. Pero ya sea por modestia o porque no lo encontrara relevante, en ningún momento menciona la propia obra ni influencias por otra parte evidentes. Si en la primera parte, dedicada a escritores irlandeses, podemos comprender algo mejor el ambiente que ha propiciado el que quizá sea el terreno más fértil del mundo para criar escritores, en la segunda parte se completa esta autobiografía fantasma con autores de todo el mundo, que comparten el mismo desgarro entre la fidelidad a las raíces y la necesidad de abrirse al mundo.

Editorial Lumen
Traducción de Patricia Antón de Vez

martes, 20 de enero de 2015

La joven ahogada, de Caitlín R. Kiernan


Cuando se escribe de una novela como La joven ahogada dan ganas de empezar el comentario con una exclamación. Que un libro de género (y, por tanto, para cierto tipo de gente, “menor”) contenga tantas capas de lectura, tanta riqueza formal y argumental que se convierte en inagotable, no solo echa por tierra la diferenciación estándar entre literatura popular y de calidad, sino que hasta el lector más abierto de mente necesitará tomar algo de distancia para no caer en exageraciones.

Pero es que lo que consigue Caitlín R. Kiernan es trascender (por usar un término de apariencia grandilocuente) la novela de fantasmas para construir un relato que desafía las convenciones de la escritura. Por ejemplo, cuando transcribe diálogos se plantea explícitamente una fuga de verosimilitud que cualquier lector se ha planteado: ¿cómo es posible que en una novela (o incluso en un libro de no ficción) se pretenda reproducir de manera exacta una conversación que tuvo lugar hace tres años? Y lo mismo con la arbitraria división en capítulos, o la estructura en actos, o la razón de ser misma del relato, con principio, desarrollo y fin perfectamente definidos, construcción artificial que sin embargo ha conquistado a la realidad. 




Con ser cuestiones importantes, estas se refieren meramente a la forma. Pero es que Kiernan va mucho más al fondo al tratar de dilucidar las consecuencias reales de una obra de arte. ¿Hasta que punto es responsable un creador de lo que sus obras puedan provocar? Si alguien se suicida después de leer una novela que ha hecho saltar algún resorte de su alma, ¿es culpa del escritor? Muchas veces se alaba la literatura por su capacidad terapéutica (y La joven ahogada sería un ejemplo excelente), pero su lado oscuro, la posibilidad de que la literatura invoque demonios, ha sido mucho menos transitada.

Como todo esto es tan sencillo, además Kiernan se atreve a narrar la historia desde el punto de vista de una esquizofrénica, una loca, como se califica a sí misma Imp. Sin duda es un recurso con grandes posibilidades, pero también de una diabólica dificultad para la autora y que exige del lector no solo una atención permanente, sino una posición activa en la interpretación de lo narrado. Si el desempeño del lector es indeterminado, de la autora podemos decir que salva todas las trampas con una maestría insólita.

Y quizá lo más extraordinario de todo es que Kiernan despliega toda su capacidad creativa de una manera natural. Escondida detrás de una historia de lobos, sirenas y fantasmas, de por sí cautivadora, se encuentra esa ambiciosa autora capaz de dislocar el mundo. Porque parece inevitable que al hablar de ella se cite a Lovecraft, Shirley Jackson o Angela Carter, pero tampoco sería impertinente mencionar a Joyce, sin ir más lejos. Aunque, después de todo, lo mejor es no desvelar el secreto. En él se encuentra tanto el corazón del miedo como la esencia del misterio.

Editorial Valdemar
Traducción de Marta Lila Murillo

lunes, 19 de enero de 2015

El legado de la pérdida, de Kiran Desai


Ciertamente el premio Man Booker no sirve para determinar el mejor libro del año escrito en inglés, pues tal cosa no existe, pero la lista de sus galardones puede ser útil para hacerse una idea del panorama narrativo contemporáneo. El legado de la pérdida, de Kiran Desai, joven escritora india ganadora del premio en 2006 , podría ser un buen ejemplo de esta capacidad para detectar por dónde van los tiros en la novela actual.

También es cierto que entre los valores de El legado de la pérdida no está la originalidad. Las historias cruzadas de un juez retirado del norte de la india, su nieta huérfana que descubre el amor por primera vez, las aventuras del hijo de su cocinero en Estados Unidos y el ambiente de fondo de las luchas nacionalistas, aunque en paralelos diferentes y con matices diversos, suena a literatura ya conocida. Incluso el título tiene un inequívoco aire a lo Naipaul.




Por ello, lo verdaderamente relevante de la novela es la perspectiva que aporta Desai. Todo en El legado de la pérdida parece perfectamente medido. La estructura, de apariencia dispersa, es en realidad un juego de equilibrios muy meditado. Las vidas de los personajes, que van apareciendo y mezclándose de manera caótica, al final confluyen de forma inevitable. Así que es la personalidad de la autora, que logra asomarse por encima de la profesionalidad del escribidor, lo que dota al libro de verdadera alma.

A lo largo de toda la narración se percibe una incomodidad en sus personajes, ninguno se siente conforme en su piel. Los que han conocido el progreso occidental se sienten confinados y cautivos en el mundo estrecho de la India profunda. Pero es que el emigrante que va a América en busca de oportunidades, solo encuentra desprecio y desencanto. Y también los nepalíes se sienten discriminados respecto a los indios. En esa dificultad de encontrarse a gusto, de poder integrarse en una colectividad, reside la aportación más decisiva de Desai.

Editorial Salamandra
Traducción de Eduardo Iriarte Goñi

viernes, 16 de enero de 2015

Las mujeres piratas, de Henry Musnik


Por muy inverosímiles que parezcan las biografías que Henry Musnik reunió en Las mujeres piratas, lo cierto es que en ellas no hay espacio para la invención, más allá de la leyenda transformada en historia. Incluso aunque el estilo de Musnik pueda parecer ligero y más atento a la vivacidad que al rigor, según su propia confesión prefirió mantenerse fiel a los hechos que dejarse llevar por la invención, pues “la verdad mantiene el interés”.

Es curioso que de la vida de Musnik, prolífico escritor de principios de siglo, haya quedado ta poca memoria. También periodista deportivo, usó numerosos pseudónimos y firmó novelas detectivescas, de ciencia ficción y de aventuras. A tenor de su estilo en Las mujeres piratas, se podría decir que era un autor con facilidad para la redacción, una gran capacidad para dibujar escenas dinámicas y dotado con una expresividad muy directa.





En este libro hace un repaso a la historia de la piratería femenina desde tiempos medievales hasta la actualidad (la suya). En este recorrido no podían faltar las que quizá sean la piratas más famosas de la historia, Mary Read y Anne Bonney. Ambas tuvieron unas vidas tan novelescas que rozan lo increíble y podrían dar por sí mismas para varias biografías. Del Atlántico a China, de Arabia a La Coruña (a dónde llega junto a la compañera del sanguinario pirata gallego Benito de Soto), Musnik deleita al lector con todo tipo de aventuras, situaciones emocionantes y puro disfrute literario.

Otro aspecto curioso del libro es su decidido feminismo. Musnik en todo momento valora la capacidad de las mujeres para hacer el mismo trabajo tradicionalmente reservado a los hombres, incluso mejor que ellos. A menudo son presentadas como más valientes, más decididas... y más crueles. No hay juicio moral (excepto para condenar el lesbianismo, del que salva a sus protagonistas) ni condescendencia. Incluso en los momentos más sanguinarios, prima la admiración.

Editorial Renacimiento
Traducción de Renacimiento y Luis Alberto de Cuenca

jueves, 15 de enero de 2015

Monasterio, de Eduardo Halfon


Ya desde las primeras páginas de Monasterio se acumulan las sensaciones encontradas. Al principio parece que la historia se va a centrar en el choque que supone para el protagonista, el propio Eduardo Halfon, la conversión de su hermana al judaísmo ultraortodoxo. Como si de una enfermedad mental se tratase, la familia tiene que afrontar una actitud incomprensible: su hermana se ha transformado en una persona totalmente diferente con la que ni tan siquiera es posible hablar.

Pero poco después nos encontramos con una nueva vía narrativa. Aparece en escena Tamara y entonces la historia parece que va a deambular por el terreno de los amores recuperados y las coincidencias novelescas. Entretejido con el descubrimiento de Jerusalén, se inicia un viaje en el tiempo en el que la inverosimilitud de lo simbólico se hace carne gracias a la evocación personal de vívidos encuentros.




En un nuevo quiebro inadvertido, Halfon nos guiará por ese tipo de relatos tan abundantes en los últimos años en la que un escritor emprende la búsqueda de sus orígenes (y que remite claramente a Los hundidos, de Daniel Mendelshon, obra maestra del género y cuya evocación en las páginas que Halfon dedica a su viaje a Polonia es inevitable), pero que de nuevo logra salvar el escollo de lo ya conocido a través de la sinceridad y del despojamiento de todo artificio.

En la novela tradicional la precariedad e inconsistencia de la vida era sustituida por una narración coherente y finalista, pero la novela realista de nuestro tiempo está marcada por la indeterminación. Es en este mismo estilo formal de narraciones entrecruzadas, de saltos argumentales, de mezcla de personajes donde se encuentra la esencia del experimento de Halfon. De manera reduccionista se podría decir que Monasterio es un libro sobre la identidad, sobre el peso de la tradición y la rebeldía en busca del propio ser. Y tanto en la vida como en la literatura contemporáneas, esta aventura solo es posible a través de la fragmentación, de la acumulación de experiencias opuestas.

Editorial Libros del Asteroide

miércoles, 14 de enero de 2015

El peso de la responsabilidad, de Tony Judt


Una de las críticas más habituales a la generación del 68, ligada al corrosivo relativismo, ha sido la de haber propiciado una sociedad en la que nadie asume sus propias responsabilidades, en la que la queja indiscriminada ha progresado de manera proporcional a la ausencia total de una aceptación de unos deberes individuales. Pero esta tendencia viene de mucho más atrás y en cualquier momento histórico sería difícil encontrar a personas que hicieran frente al arrastre de las corrientes mayoritarias con independencia de criterio y valor para asumir el aislamiento. En El peso de la responsabilidad Tony Judt reivindica a tres de estos hombres.

Aunque había muchas cosas que los diferenciaba, también había muchas otras que equiparaba a tres personajes como Léon Blum, Albert Camus y Raymond Aron. Además de su firme compromiso con la verdad y su posición moralista (en el mejor sentido), los tres se encontraban en la precaria situación de ocupar el centro del debate en Francia desde posiciones notables, y a la vez ser vistos como forasteros, advenedizos o incluso traidores. Se daba la paradójica situación de que eran admirados, seguidos y respetados, pero también odiados, despreciados y repudiados.

Léon Blum fue una da las figuras políticas más importantes de la primer mitad del siglo XX en Francia. Como líder indiscutible del partido socialista francés, tuvo que hacer frente a momentos tan complicados como la escisión de los comunistas (y la lucha con ellos se mantendría a lo largo de décadas), la ocupación nazi y la reconstrucción de postguerra. Y, entre tanto, fue presidente del Gobierno a la cabeza del Frente Popular. Blum fue un equilibrista que siempre procuró mantener una posición personal clara y unos objetivos loables en medio de una situación caótica e inmovilista. Tuvo grandes éxitos y no menos gigantescos fracasos, pero siempre mantuvo la coherencia.





Albert Camus, por todos conocido, es visto hoy en día como un héroe, como uno de los grandes hombres de letras que ha dado Europa en el siglo XX. Pero mientras vivió tuvo que sufrir todo tipo de ataques (que, como se repite en el caso de las tres figuras retratadas en El peso de la responsabilidad, venían de derecha y de izquierda). Sus reflexiones eran siempre incómodas, ajenas al fácil refugio de la ideología inflexible. Incluso cuando prefirió guardar silencio, como en el conflicto de Argelia, su opción era meditada y consecuente.

Raymond Aron fue un pensador casi totalmente excepcional en la tradición intelectual francesa. Liberal respetado por sus formadas opiniones políticas, sociales y filosóficas, también tuvo que sufrir el desdén y el aislamiento de los grandes mandarines de la intelectualidad parisina por no atenerse a los principios consagrados del buen compañero de viaje. Al igual que Blum, Aron era judío, y aunque no tuvo que sufrir los mismos atropellos que esto le supuso al líder socialista, también sus orígenes influyeron en cómo fue percibido.

No es de extrañar que Judt se interesara por estos tres hombres ejemplares. Al igual que él, Blum, Camus y Aron era personajes a los que era difícil etiquetar. Eran socialdemócratas, pero no estaban dispuestos a ceder al altar de la ideología sus principios morales; eran reputados críticos de la sociedad, pero también vistos con prejuicios y reparos; eran personas libres y precisamente su independencia de espíritu los hacía tan imprescindibles como peligrosos.

Editorial Taurus
Traducción de Juan Ramón Azaola

martes, 13 de enero de 2015

Un hombre sin aliento, de Philip Kerr


Leemos en una entrevista a Philip Kerr que él mismo se pregunta si no habrá escrito demasiadas novelas de Bernie Gunther. Después de nueve libros protagonizados por este detective berlinés parece una cuestión pertinente. Pero si el atractivo de la serie hace que una y otra vez volvamos a caer en sus garras, después de leer Un hombre sin aliento queda claro que todavía hay Gunther para rato.

Porque después de unos cambios de latitudes que no le sentaron demasiado bien a Bernie, ya en Praga mortal percibimos que Kerr había vuelto a la buena senda, en la que podíamos reconocer el mundo personal y abrumador que con tanto esfuerzo había creado. Y ahora, con Un hombre sin aliento, se confirma la recuperación de las esencias que han hecho de Gunther uno de los personajes más carismáticos de la novela negra contemporánea. 




La trama vuelve a ser tan enrevesada que no vendría mal un listado de dramatis personae, y los acontecimientos históricos tan desbordantes que Kerr vuelve a superar los límites de la literatura de género con planteamientos mucho más ambiciosos. En este caso Gunther se verá en medio nada menos que de la investigación de la masacre de Katyn y de diversos complots para el asesinato de Hitler, todo ello sazonado con unos cuantos crímenes sin sentido, desapariciones misteriosas y apariciones no menos sorprendentes.

Nadie discute la habilidad de Kerr para moverse en estos complejos entramados con soltura. Pero es cierto que a veces, entre tantos vons y tantas tramas paralelas en apariencia independiente, el lector puede perder pie. Solo que Kerr se las arregla para que al final todo tenga sentido. El autor parece disfrutar no solo mareando al lector, sino planteándose a sí mismo retos de casi imposible resolución; pero, al igual que su protagonista, siempre alcanza la mejor solución.

Quizá lo más atractivo de toda la serie sea el nebuloso campo moral en el que se juega la partida. Y en Un hombre sin aliento este mundo absurdo y patético, en el que ya no hay principios inamovibles ni hombres buenos, queda reflejado de manera magistral. Gunther tiene que conciliar su naturaleza justa con un entorno en el que es imposible actuar de manera honrada e incluso el asesinato de un inocente puede parecer justificado. Para Kerr no hay decisiones sencillas, acciones inevitables ni personas inmaculadas.

Como curiosidad, resulta llamativo que un escritor como Philip Kerr, tan bien documentado y habitualmente preciso tanto en aspectos históricos poco conocidos como en descripciones sociales y culturales de todo tipo, en Un hombre sin aliento cometa el error de confundir el catalán con el euskera (un personaje tiene tal don para las lenguas que incluso aprende catalán “algo que casi nadie es capaz de hacer”). Pero incluso este fallo no viene mal para relativizar las cosas.


Editorial RBA
Traducción de Eduardo Iriarte Goñi

viernes, 9 de enero de 2015

Dios no es bueno, de Christopher Hitchens


Con libros como Dios no es bueno siempre se plantea la misma cuestión: ¿es realmente necesario? Porque los convencidos solo encontrarán en él reafirmación en lo que ya piensan, mientras que las personas a las que realmente debería ir dirigido es poco probable que se acerquen a él. Pero en realidad ensayos como este de Christopher Hitchens son vitales. En sus propias palabras: «“Conócete a ti mismo”, decían los griegos proponiendo con discreción los consuelos de la filosofía. Para aguza la mente para este proyecto se ha vuelto necesario también conocer al enemigo... y disponerse a combatirlo».

Y vive... Y vaya si Hitchens conocía al enemigo. Con una dedicación que solo un ateo puede permitirse, el autor se convirtió en un experto de multitud de religiones (que él mismo experimento en su propia carne por diversos motivos), por lo que sus ataques no caen en la superficialidad ni la emoción, sino que son perfectamente racionales. Las refutaciones a la religión pueden parecer tan conocidas y obvias como en apariencia ineficaces, pero Hitchens siempre encontraba un nuevo giro, una contundencia sin réplica. Y su petición no era descabellada: que cada uno haga con sus dioses lo que quiera, pero, por favor, que nos dejen en paz a los demás.




Porque, en realidad, la beligerancia hacia los horrores provocados por la religión siempre suele caer en la moderación y en un mal entendido “respeto”. Así, cuando algún criminal actúa movido explícitamente por motivos religiosos, siempre habrá quienes, con la mejor intención, busquen explicaciones sociológicas, culturales o políticas. Por ejemplo, en una de las mayores barbaries de los últimos tiempos, las matanzas de Ruanda, siempre se ha hablado de conflictos étnicos, pero el importante papel que tuvo la Iglesia en el desarrollo de las masacres casi nunca se ha puesto de relieve.

Es sabido que Hitchens era un escritor extraordinario, y si la fuerza de sus razonamientos no fuera suficiente, además cuenta con su prosa cautivadora. En ningún momento, ni cuando la cosa se pone más seria, deja de lado el humor (que es uno de los recursos que más nerviosos ponen a los fanáticos). Hitchens fue un hombre valiente, independiente y comprometido en el mejor de los sentidos. En días como este se le echa de menos más que nunca: su voz siempre defendía el imperio de la razón, la libertad y del progreso. Por supuesto que Dios no es bueno es un libro necesario.

Editorial Debate
Traducción de Ricardo García Pérez

jueves, 8 de enero de 2015

El hada carabina, de Daniel Pennac


Daniel Pennac es conocido por su labor en pro del fomento de la lectura (como queda de manifiesto en su famoso decálogo con los derechos del lector), pero no se nos ocurre un mejor medio para favorecer la difusión de la literatura que sus propios libros. Sin ir más lejos, las novelas protagonizadas por Malaussène son una invitación a descubrir un tipo de historias que sin condescendencia ni superioridad se dirige a todo tipo de públicos y que es capaz de fascinar a aficionados muy diversos.

En El hada carabina nos encontramos con las mejores características de su estilo: esos personajes estrambóticos que pueblan el barrio de Belleville, en el que se mezclan policías travestidos de ancianas vietnamitas con traductores yugoslavos de clásicos latinos, junto a la extensa familia Malaussène, repleta de niños y abuelos (aunque sin padres); esos argumentos enloquecidos en los que una investigación criminal se ve sazonada por apuntes sociológicos; y, sobre todo, un sentido del humor que no se detiene ante nada.




Pennac es dicharachero, burlón, despreocupado ante las formas más recias de la construcción dramática. De hecho, no respeta ni las normas del punto de vista, ni de la progresión y ni tan siquiera de la más elemental coherencia. Pero lo hace con conocimiento de causa. Poco le importan las reglas de lo que debe ser una buena composición, para el lo importante es la viveza de sus personajes, unos diálogos creativos en los que aúna el argot más indescifrable con la fuerza de la expresividad más colorida.

En el caso concreto de El hada carabina nos encontramos con un argumento que, ni tan siquiera al ser explicado explícitamente, tiene ningún sentido. Es el disparate en el mejor sentido del término, la acumulación de escenas sin aparente nexo de unión, que cuando en la parte final son reunidas, mantienen su extrañeza. Y esto, que en otros casos podría ser la manifestación de una incapacidad narrativa, en Pennac se transforma en forma de ser, en la justificación misma de una manera de entender la literatura como una experiencia libre y liberadora.

Editorial Folio
Edición en castellano en DeBolsillo