viernes, 28 de agosto de 2015

Arcadia, de Tom Stoppard


En la actualidad no es habitual valorar una obra de teatro por sus aspectos meramente literarios. Es obvio que en una crítica debe primar el aspecto escénico, la dirección (que, por otra parte, ha impuesto un inmerecido primer puesto en la lista de cualidades, cuando debería ser algo secundario, casi imperceptible), las actuaciones, incluso el decorado o la iluminación parecen tener a menudo más relevancia que el texto en sí. Sin embargo, cuando nos encontramos con una libreto de la categoría de Arcadia, su relevancia eclipsa cualquier otra consideración: lo que escribió Tom Stoppard en 1993 es una de esas escasas obras de teatro que se pueden leer con absoluto placer y asombro sin necesidad de verlas representadas.

El argumento de Arcadia es de tal complejidad que su resumen puede asustar: saltos temporales, protagonistas eruditos y listísimos, temas como el paso de la Ilustración al Romanticismo o la teoría del caos... Y, sin embargo, Arcadia es ante todo una comedia gozosa, brillante sin apabullar, de apariencia ligera pese a su profundidad casi sin parangón en el teatro contemporáneo, perfectamente estructurada y a la vez capaz de ocultar al lector/espectador su firme entramado. Stoppard tiene muy claro lo que quiere contar, y aunque no se rebaja al estilo de “la historia contada para tontos”, consigue exponer temas y situaciones tan intrincados como los que maneja con naturalidad y gracia.




La obra se divide en dos espacios temporales, principios del siglo XIX y finales del XX en un mismo escenario, una típica casa de campo inglesa. En la primera escena nos encontramos con un maestro displicente, una alumna todavía más lista que listilla y varios personajes aristocráticos que enredan y pululan por allí. En la parte moderna aparecen varios investigadores literarios y los descendientes de los nobles de la primera época, que mantienen la dejadez característica de los suyos. De manera sutil y sorprendente, ambos momentos se irán mezclando hasta formar una unidad que va más allá del virtuosismo para configurar una unidad orgánica que da sentido al conjunto de la obra.

Arcadia da pie a multitud de interpretaciones, hasta tal punto que cada espectador podrá elegir la parte que más le interesa. Hay consideraciones sobre la decadencia que supuso el paso de una época dominada por la razón a otra que se dejó llevar por las pasiones; teorías sobre la inevitabilidad del fin del mundo; pero también juegos amorosos y grandes amores. Hay intriga literaria y comedia de salón. Pretensiones desorbitadas y decepciones abisales. Incluso aparece Lord Byron. No podemos asegurar, como dijo un crítico, que Arcadia es la mejor obra de teatro de su época, pero solo porque no las conocemos todas.


miércoles, 26 de agosto de 2015

Leyendas, de Gustavo Adolfo Bécquer


Las Leyendas de Bécquer es uno de esos libros que se suele leer en los años escolares y de los que se conserva tan buen recuerdo que de vez en cuando entran ganas de regresar a él, pero siempre se interpone una novedad que nos parece más acuciante: después de todo, Bécquer nunca se apagará (no se puede decir lo mismo de la última obra maestra editada). Cuando finalmente volvemos a sus páginas, la fuerza de sus imágenes hace que, por muchos años que hayan pasado, inmediatamente recobremos las sensaciones que tuvimos en la primera lectura, ahora sin duda enriquecida y completada.

Porque lo más llamativo, lo más memorable de los relatos de Bécquer, es la creación de imágenes imborrables, hasta tal punto que aunque hiciera tiempo que no pensáramos en ellos, enseguida regresan del lugar apartado de la memoria en la que los habíamos enclaustrado y resplandecen con esa verdad y esa fascinación que son lo que convierten las leyendas en algo muy real. Ya sea en sueños, en reflejos que impregnan otras obras, en nuestras propias fantasias, las creaciones de Bécquer siempre han estado allí, aunque no nos diéramos cuenta.




La verdad es que las Leyendas no comienzan con buen pie. Cierto que El caudillo de las manos rojas tiene una exuberancia apabullante, pero su exotismo suena impostado. Por suerte, pronto entramos en terreno plenamente romántico, sí, pero en el que por arte de magia los tópicos se transforman en sinceras muestras de espíritu. Las historias medievales, los elementos sobrenaturales y la pasión artística se entremezclan para crear un mundo propio de ficción pura pero a la que cualquier lector con un poco de sensibilidad entrega su alma.

La armadura que se sostiene sin nadie en su interior, el órgano decrépito que suena sin que nadie lo toque, la reunión de monjes a medianoche para cantar el miserere, las estatuas que cobran vida, la joven convertida en corza blanca... Es obvio que Bécquer tiene el don de la musicalidad, que sus cuentos más que leerse se degustan gracias a su explosión sensorial, que tiene esa gracia única para describir de la manera más preciosista y que a la vez todo parezca fluido. Pero lo que realmente permanece son sus ambientes, sus cuadros de una viveza a menudo aterradora, su capacidad taumatúrgica para convertir la palabra en vida.



Editorial Cátedra

martes, 25 de agosto de 2015

Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez


Hay gente que tiene un punto ciego en lo que respecta a la poesía. Personas a las que les pones unos versos delante de los ojos y pueden entender cada palabra, pero que en realidad es como si estuvieran leyendo en un idioma totalmente desconocido. O una partitura sin saber solfeo. Sin embargo, hay algunos autores que les pueden ayudar a superar esta tara, aunque sea de manera limitada: Bécquer, Antonio Machado... O libros como Platero y yo, que aunque no pertenezcan estrictamente a este género (no tienen esa arbitraria división en versos ni la necesidad de rimar), son sin duda poesía.

Lo cierto es que el libro de Juan Ramón Jiménez está repleto de esos elementos que suelen llevar a confundir poesía con poesía. Niños, pájaros, flores... o lo que va del entusiasmo a la cursilería. Pero nadie mejor que Juan Ramón para establecer la diferencia. Nada de afectación, entrega plena. Sin lugares comunes, sorpresa a cada vuelta de página. Ni engolamiento ni pretenciosidad, naturalidad y efervescencia. Por eso se trata de una poesía tan accesible, porque no es artificiosa ni grandilocuente, sino cercana y amable.




Luego está lo de siempre: que si Platero y yo es un libro para niños. No. Al menos no exclusivamente, aunque por supuesto la obra maestra de Juan Ramón puede servir para intentar acabar con la fobia a la poesía en el mejor momento. Pero Platero y yo sí que es un libro infantil en el mejor sentido, el de la pureza. Dejando aparte los extremos (ingenuidad y cinismo), lo cierto es que al leer Platero y yo, con la predisposición justa para dejarse llevar, resplandece la inocencia, el descubrimiento del mundo con ojos limpios y la casi constante sensación de plenitud y gozo.

Sin entrar en análisis mil veces repetidos, la lectura madura de Platero y yo provoca un festín sensorial. La manera en la que se introducen los cambios de las estaciones, los personajes apenas esbozados pero de una fuerza palpitante, la naturaleza atrapada en palabras y después puesta en libertad a través de la evocación, el narrador feliz y sensible. Y, por supuesto, Platero. Que en un país como España, tan brutal y sanguinario en lo referente a los animales, Platero se haya convertido en un personaje tan querido y recordado no deja de tener mérito.


Alianza Editorial

lunes, 24 de agosto de 2015

El amigo Manso, de Benito Pérez Galdós


Caracterizado como un escritor clásico (eso en el mejor de los casos, cuando no como un autor anquilosado y vulgar), incluso los admiradores de Pérez Galdós (que no necesitamos ni desmentir las acusaciones que caen sobre él, su propia obra se basta a sí misma para defenderse), tenemos que confesar que a veces su modernidad nos pilla desprevenidos. Es el caso de El amigo Manso, novela escrita en 1882 y que comienza con la confesión de su protagonista sobre su inexistencia. Máximo Manso es una entelequia, un no ser que vive en el éter y al que alguien ha dotado (momentáneamente) de una historia que él mismo, a través de este médium, se dispone a narrar.

Pero este artilugio metaficcional, al contrario de lo que suele suceder con los postomodernos conscientes de serlo, tiene un sentido. Y es que Manso vive en el mundo de las ideas. Para él el siglo, la vida común, el día a día, es la verdadera entelequia. Sabio filósofo para el que todo tiene su motivo y cada aspecto de la conducta humana responde a una razón mesurable, cuando sale de sus libros y se topa con la realidad descubre que no ha enterado de nada, que todo lo que ha estudiado está muy bien para la teoría, pero que no es posible su aplicación práctica.




Como buen positivista, Manso cree en el progreso continuo y en los valores de la ciencia. Pero no se trata de un ingenuo, al contrario, tiene gran capacidad para detectar las fallas humanas... al menos cuando no le atañen directamente. Galdós, el médium, consigue que la narración en primera persona no sea obstáculo para mantener al lector un paso por delante de su héroe. Este es tan elevado, tan buena persona, que no se entera de lo que está pasando delante de sus narices, y sin embargo nosotros en todo momentos somos conscientes de la que se está montando.

Como siempre (en esto no nos sorprende), Galdós se muestra como un maestro en la descripción de ambientes y en el dibujo de personajes. La novela, situada en una Malasaña todavía reconocible pese a sus muchos cambios y repleta de caracteres memorables (esa doña Cándida, o Calígula, una intrigante de cuidado), se acerca hacia el final cuidadosamente, hasta que Galdós nos desvela el secreto de tantos corazones y dota al bueno de Manso, al fin, de verdadero conocimiento. Y así nos encontramos con una conclusión de nuevo juguetona e innovadora, con un Manso que ha alcanzado el cielo que se merece.


Editorial Akal

viernes, 21 de agosto de 2015

Literatura española contemporánea, de G. Torrente Ballester


Que un libro de texto para bachilleres de los años 60 como Literatura española contemporánea no solo siga teniendo vigencia, sino que se lea con gusto y aprovechamiento es un suceso casi milagroso, aunque menos sorprendente si tenemos en cuenta que su autor es Gonzalo Torrente Ballester. Compendio de su Panorama de la Literatura española contemporánea, el libro primero hace pensar en el altísimo nivel de la educación del momento (seguramente un espejismo más allá de comparaciones embarazosas), pero enseguida da paso a una valoración autónoma.

A pesar de lo que digan algunos autores que no parecen reflexionar mucho en sus planteamientos (mejor pensar eso que desacreditarlos por su falta de conocimiento), lo cierto es que nadie mejor que un escritor para ejercer crítica literaria, y sin duda Torrente Ballester está entre los autores españoles mejor dotados para realizar una síntesis clara (no por ello ajena a los matices), concisa (a la vez que de gran amplitud) y penetrante (aunque apta para todos los públicos) de la literatura española desde el Romanticismo hasta principios de los años 60.




Pese al tiempo discurrido desde su publicación, el estudio de Torrente Ballester sigue manteniendo vigencia, y en muy pocos casos sus juicios han sido desacreditados. El vastísimo conocimiento del autor solo se ve superado por su aguda capacidad de análisis. La profundidad de sus comentarios (siempre limitada dada la extensión del libro) es a menudo deslumbrante en su capacidad para extraer lo esencial de cada movimiento y autor, mientras que el conjunto ofrece una visión que sin caer en el esquematismo facilita una comprensión histórica de cada movimiento literario.

Hasta tal punto fue acertada la elaboración de Torrente Ballester que hoy en día se puede leer esta Literatura española contemporánea como un canon de las letras nacionales, manteniéndose su jerarquía, su interpretación y sus valores. Especialmente pertinente es su perspicacia a la hora de desvelar los secretos de los poetas, pero también demuestra un juicio ponderado y formado acerca de ensayos, teatro o novela. Eso sí, por motivos obvios falta un comentario de uno de los grandes novelistas españoles contemporáneos: el propio Torrente Ballester.

Editorial Guadarrama

miércoles, 19 de agosto de 2015

Iván el Terrible, de Isabel de Madariaga


Para que en una época y un lugar famosos por su crueldad y barbarismo la figura de Iván IV, zar de todas las Rusias, destacará por su brutalidad, sin duda su monstruosidad tuvo que superar toda ignominia imaginable. De hecho, sus crímenes de guerra fueron equiparables a los de cualquier otro rey contemporáneo, pero fue su inaudita violencia hacia sus propias súbditos (llenó, literalmente, ríos de cadáveres, y llegó a matar a su propio hijo en un acceso de ira) lo que le hizo plenamente merecedor del título de Iván el Terrible.

En la biografía que nos ocupa, Isabel de Madariaga no pretendió realizar un estudio sobre la Rusia de la época, sino que se centró en esta figura dominante que, en cualquier caso, quiso encarnar tanto el espíritu como el destino de su todavía incipiente nación. De la misma manera, Madariaga no realiza un trabajo de interpretación moral (después de todo, es historiadora, no psicóloga, circunstancia que muchos de sus colegas parecen obviar), y solo en la parte final y de manera lateral se permite alguna elucubración personal.

Madariaga también se muestra sabia y prudente (precisamente dos adjetivos totalmente opuestos al carácter de Iván IV) a la hora de distanciarse de corrientes historiográficas ideologizadas, especialmente de los marxistas que dominaron los estudios eslavos durante gran parte del pasado siglo. Evitando anacronismos y usar a Iván como vehículo de sus propias convicciones, Madariaga consigue dibujar un retrato fiel y complejo de un personaje de apariencia inabarcable. En esta tarea, Madariaga tendrá que superar varios escollo.




Para empezar, la autora dispone de pocas fuentes originales, y estas (como las reconstrucciones posteriores) son a menudo contradictorias. Para apoyar su estudio, Madariaga recurre tanto a historiadores rusos (desde el siglo XVII hasta la actualidad) como a obras de autores extranjeros, que por diversos motivos completan una panorámica que de otra manera se habría visto demasiado limitada.

Pero se da la circunstancia de que tanto las fuentes como los estudios posteriores sobre Iván el Terrible son a menudo contradictorios. Por ejemplo, ni tan siquiera se sabe a ciencia cierta si Iván era analfabeto (aunque muy probablemente no lo era), o si murió de muerte natural o asesinado. Esta distorsión (que comenzó inmediatamente después dela muerte del zar) ha convertido la investigación histórica en un campo de minas lleno de peligros y pistas falsas.

Por otra parte, Madariaga se enfrenta a la dificultad de trasladar a un idioma (y una sociedad) modernos conceptos de difícil traducción. Además de que conceptos como “absolutismo” no tenían el mismo significado en el siglo XVI que en la actualidad, el ruso de la época estaba poco desarrollado en cuanto a términos abstractos, por lo que la estudiosa tiene que servirse de historia comparada, filología y contraste de fuentes (además de cierta dosis de especulación) para poder llegar a alguna conclusión.

Un tercer escollo es la incomprensible actitud de Iván. Por ejemplo, la creación de la Oprichina, una suerte de estado dentro del estado, no tuvo precedentes históricos ni reflejos posteriores, por lo que no se sabe muy bien cómo interpretar su creación, función o sentido. Se puede calificar a Iván como demente, un psicópata con poderes absolutos, incluso como la encarnación del mal, pero lo cierto es que sus acciones tuvieron consecuencias reales sobre millones de personas. Y hoy en día, incluso comparándolo con émulos como Stalin, siegue siendo difícil comprender cómo pudo actuar con la violencia y la impunidad con la que lo hizo durante tanto tiempo.

Isabel de Madariaga escribió Iván el Terrible con más de 80 años, en plenas facultades intelectuales. Su escritura es llana, siempre preocupada por tratar de hacer comprensibles los intrincados matices de la política y la sociedad de la época (qué gran historiadora perdieron las letras españolas). Madariaga mantiene el equilibrio entre la profesionalidad más irreprochable y la pasión de quien se siente fascinada por la historia que tiene entre manos. Ivan el Terrible, el libro, sí que es un modelo a seguir.

Editorial Yale University Press

Edición en castellano en Alianza Editorial

martes, 18 de agosto de 2015

Maigret en Nueva York


Para elaborar una obra con la extensión casi sobrehumana que posee la bibliografía de Georges Simenon es sin duda necesario un método, y entre otros recursos, el autor era famoso por su precisa documentación y su memoria prodigiosa. Así, antes de escribir sobre un lugar (y solo Maigret ya visitó cientos de ciudades), Simenon se aseguraba de conocer bien las características de la localización en la que se iban a mover sus personajes. Sin embargo, al leer Maigret en Nueva York, más allá de cierto sabor que cualquier aficionado al cine reconoce de inmediato, no hay un verdadero quiebro. El lector, como Maigret, enseguida se siente como en casa.

Escrita en 1947, en Maigret en Nueva York el detective ya es un personaje consolidado, de hecho ha dejado su trabajo en París y se encuentra en el limbo, sin saber muy bien qué hacer. Quizá por eso acepta un trabajo que le hará alejarse de su zona de confort para llegar nada menos que a la capital del nuevo mundo, una ciudad repleta de gángsters y policías corruptos. Igual que en París, como recalca uno de los personajes de la novela, solo que los franceses lo llevan con más estilo.

Por cierto, que pese a lo significativo de la fecha, en el libro tampoco hay absolutamente ninguna referencia a la guerra recien terminada, como si nada hubiera pasado. Maigret vive en su propio mundo, un lugar en el que los códigos están bien definidos y en el que los sucesos de la vida real, por muy trascendente que sean, no tienen repercusión. Hay un caso, unos personajes bien elaborados y una investigación que llevar a cabo, no hay espacio para consideraciones históricas o sociológicas, solo para la pura creación literaria.




Como es habitual, Maigret se mueve por sus propios instintos. No se trata de un investigador intelectual que elabora complicadas explicaciones a base de deducciones clarividentes. Tampoco es un hombre de acción que haga avanzar la historia por medio de golpes y balas. Al contrario, Maigret se deja llevar. En lugar de luchar contra la corriente, simplemente flota a la espera de encontrar una rama a la que agarrarse. Pero, cuando la encuentra, ya no habrá manera de que la suelte: el caso está resuelto, con sencillez y naturalidad.

En el caso de Maigret en Nueva York nos encontramos con una historia en la que en apariencia no hay víctimas ni, por lo tanto, culpables. Es todo cuestión de tono, de extrañeza. En un ambiente de whisky y tabaco, como en una de las películas de cine negro de la época, Maigret parece perderse, pero en todo momento tiene claro a dónde quiere llegar. Se encontrará con personajes de todo tipo, sacará información casi como quien no quiere la cosa, y resolverá el misterio de la manera más civilizada, a la francesa.

Editorial Le Livre de Poche

Edición en castellano en Booket

lunes, 17 de agosto de 2015

The Leap!, de Bill Hopkins


Plowart, consciente de su superioridad respecto al resto de la humanidad y para el que todo es absolutamente bueno o absolutamente malo (y entre lo peor está la compasión y el humanismo), no duda a la hora de cometer un asesinato para quitar de en medio a una persona que obstaculiza su proyecto de construir un nuevo partido político que le conducirá a la cima del poder. Un maquiavélico plan para buscarse una coartada le llevará a una perdida isla del Canal, donde se encontrará con otros personajes que le harán abundar en sus convicciones misántropas. También se encontrará con una mujer extraordinaria que le retará como nadie antes ha hecho. En una novela bienintencionada sabemos lo que pasaría. En The Leap! no.

Aunque hoy en día parezca increíble, la publicación en 1957 de The Leap! (en esta primera edición con el título de The Divine and The Decay) supuso un escándalo mayúsculo que terminó con la destrucción de la mayoría de los ejemplares impresos y la lógica revalorización de los escasos libros supervivientes. Hasta 1984 no se produjo una nueva reimpresión del libro de Bill Hopkins (gracias al proyecto de una adaptación cinematográfica, que nunca llegó a realizarse), lo que ha hecho más accesible una novela que, por una vez, sí que tiene bien ganada la fama de maldita.




¿Y qué tiene de tan abominable esta novela para que una campaña pública exigiera su desaparición de la faz de la tierra? En resumen, que su protagonista se podría tomar como un fascista. Y no es exactamente así (aunque a los inquisidores tampoco se les va a exigir matices), pero aunque lo fuera, ¿esto también justificaría la prohibición de El extranjero porque su protagonista es un asesino amoral? Los pensamientos y acciones de Plowart son ciertamente abominables, pero en el fondo, y de manera muy retorcida, estimulantes. Y aunque no lo fueran.

Hopkins, con una escasa obra (lo que, dados los acontecimientos, no es de extrañar), perteneció al movimiento de los Jóvenes Airados que en los años 50 trataron de sacudir la polvorienta escena cultural británica con mucha rabia y talento disperso. Si este grupo se caracterizaba por su preocupación social y un estilo realista, Hopkins opta por la literatura filosófica y no se arrendra antes los “grandes temas”: The Leap! es lo que se suele considerar una novela de ideas, muy influida por Nietzsche y tan incómoda como chocante.


Editorial Deverell & Birdsey

viernes, 14 de agosto de 2015

Invitación al baile, de Rosamond Lehmann


Si a alguien que lleva el cinismo por bandera le propones la lectura de un libro que trata sobre la presentación en sociedad de una muchacha inglesa de diecisiete años en un baile de gala organizado por la alta sociedad del periodo de entreguerras, no puedes esperar otra respuesta que un soberbio desdén. Y sin embargo Invitación al baile, la inaudita novela de Rosamond Lehmann, posee una deslumbrante perspicacia psicológica que combina una audaz construcción narrativa con una voz tan original como fácilmente identificable.

Solo hace falta dejar de un lado las apariencias, como hace finalmente Olivia, la protagonista del libro, y proponerse llegar realmente a conocer a las personas (o los libros), para llevarse unas cuantas sorpresas. Pero en Invitación al baile no nos encontramos ante esos tópicos sobre el engaño del oropel, o el corazoncito que se esconde detrás de cada persona, sino con una ambición mucho más humana, la revelación de que las ideas preconcebidas y los prejuicios son malos acompañantes y peores consejeros, que solo el conocimiento de primera mano puede conducir a una verdadera comprensión.




Para llegar a esta epifanía, Lehmann elige un momento de apariencia tan superficial como un baile, una de esas reuniones que tantas veces hemos visto (no hay serie de época que no contenga alguna escena de este tipo), propicias para presumir de vestidos y permitirse algún flirteo más allá de lo habitualmente permitido. Pero Lehmann tiene la habilidad para transformar esta situación tan manida y pomposa en una ceremonia de paso en la que Olivia deja atrás su infancia para descubrir un mundo que quizá no era como se esperaba, sin duda es más aburrido y vulgar, pero que junto a su lado más decepcionante también le traerá más de una revelación.

Invatación al baile está escrito de tal manera que la descripción de los acontecimientos y su percepción discrepan de una manera relajada y que exige la plena atención del lector, nada más alejado de la manida novela tontorrona sobre adolescentes. Así, Lehmann introduce en la narración una sutil pero primordial variación en el punto de vista, supuestamente objetivo pero que sin solución de continuidad pasa a la subjetividad de la primera persona. De igual manera, el lector contempla el discurrir de los acontecimientos desde fuera, pero si realmente quiere alcanzar una interpretación plenamente personal tendrá que ponerse de pie y empezar a bailar.

Editorial Errata Naturae

Traducción de Regina López Muñoz

jueves, 13 de agosto de 2015

La última noche en Twisted River, de John Irving


Si hay un autor conocido por su reiteración de motivos, ese es John Irving. Y en Laúltima noche en Twisted River están casi todos, desde Nueva Inglaterra y los osos hasta la lucha o los accidentes mortales. Pero en el caso de esta novela es como si Irving hubiera dado un paso más allá y el lector entrara de lleno en un mundo que tiene algunos contactos (o roces) con el mundo exterior, sí, pero que de hecho es propiedad privada: bienvenidos a Irvingland.

Otra de las señas de identidad recurrentes en las novelas de Irving es el protagonismo de un escritor, y en La última noche este autor tiene grandes similitudes con el propio Irving, aunque muchas veces da la impresión de que el verdadero escritor está jugando con un tema tan manido y a menudo aborrecible para el creador (“¿cuánto de autobiográfico hay en su novela?”: puaj). Porque no importa tanto que lo que se cuenta en el libro haya pasado en “realidad”, sino que sea plenamente coherente con el mundo según Irving.




En algunos momentos puede parecer que el autor se deleita demasiado en su juego de estructuras y ritornellos, pero el conjunto resulta un fascinante puzle en el que las repeticiones son una exigencia irrenunciable tanto por cuestiones de estilo como para poder comprender la visión más amplia de la historia. Así, cada parte en la que se divide el libro comienza in media res, para después ir reconstruyendo, de manera muy similar en cada sección, las partes de la historia que faltan.

Es aquí cuando Irving despliega una vez más su maestría. Pese a que el (supuesto) protagonista es escritor, en realidad no es él quien lleva el peso de la narración en gran parte del libro, sino el conjunto de voces y personalidades que se superponen para ir completando una historia siempre llena de cabos sueltos e insinuaciones que solo poco a poco irán cobrando sentido. Y entre estos testigos destaca la figura de Ketchum, un asilvestrado leñador que se convierte en una de las creaciones más poderosas de la obra de Irving.

Editorial Tusquets

Traducción de Carlos Milla Soler

miércoles, 12 de agosto de 2015

1927: Un verano que cambió el mundo, de Bill Bryson


Si en Ragtime E. L. Doctorow consiguió transmitir a través de los más sofisticados recursos novelísticos el ambiente y el ritmo de la primera década del siglo XX en Nueva York con una mezcla de personajes y situaciones reales y de inventiva puramente creativa, en 1927: Un verano que cambió el mundo Bill Bryson se ciñe a la documentación histórica y periodística para lograr empapar al lector con la misma sensación de vívida representación no ya de un momento particular (y trascendente), sino de un estilo, de una forma de entender el mundo que hoy, pese a que solo han pasado noventa años, puede parecer totalmente excéntrica. Y eso que estábamos ante el nacimiento de la época moderna.

Pese a que el título de la edición española tiene unas ambiciones universales, en realidad el título original, One Summer: America-1927, es más preciso. De hecho Bryson dedica gran parte del libro a asuntos que nos pueden parecer totalmente ajenos, como a ese deporte indescifrable que es el béisbol. Pero como ya ha demostrado el autor en numerosas ocasiones, es capaz de hablar de cualquier asunto, desde la vida rural en Estados Unidos a los secretos de la física más avanzada, y conseguir fascinar al lector.

Por una parte, es indudable que el éxito de Bryson, uno de los autores más disfrutables del panorama actual, se debe a su ágil y fresca escritura, en la que siempre encuentra hueco para colar su reconocible sentido del humor. Pero esta ligereza no implica superficialidad, al contrario, y en 1927 queda patente una vez más el empeño del autor por ser lo más preciso posible, en esta ocasión sostenido además en un trabajo de documentación impecable de un amplio conocimiento de la prensa de la época (Bryson ha debido de leer todos los periódicos de la época en profundidad, y recordemos que se trata precisamente de la edad de oro de la prensa americana).




Bryson dedica gran parte de 1927 a las hazañas aéreas de los pioneros de la avición, como no podía ser de otro modo con especial atención a la figura de Charles Lindbergh. En un estilo que recuerda mucho al Tom Wolfe de Lo que hay que tener, el autor retrata tanto la parte más humana como la heroica (sin olvidar los aspectos más patéticos) de estos exploradores que en una proporción alarmantemente alta dieron su vida por batir marcas que hasta entonces parecían imposibles y que contribuyeron a crear el mundo intercomunicado que hoy conocemos.

Pero resulta que el verano de 1927 fue extraordinariamente prólijo en sucesos memorables, y Bryson decide que su historia de los aviadores se vea ampliada por cuestiones como el mítico récord de home runs de Babe Ruth, el chapucero crimen que dio origen a El cartero siempre llama dos veces, la carrera criminal de Al Capone, la ejecución de Sacco y Vanzetti, el surgimiento del cine sonoro o las peculiaridades presindenciales en los momentos previos al estadillido del crack del 29, entre decenas de historias inverosímiles, personajes memorables y anécdotas de todo tipo.

En esta acumulación de situaciones y personajes es en la que Bryson demuestra una vez más su talento para dar integridad a elementos tan dispersos, otorgando a su narración una coherencia plena. Como si de un relato folletinesco se tratara, el autor entrelaza historias y juega con el suspense de tal manera, que al final de cada capítulo no queda más remedio que seguir leyendo. Y, cuando se acerca el final del libro, es como cuando vemos aproximarse los últimos días de uno de esos veranos irrepetibles que nunca quisiéramos ver concluir.

Editorial RBA

Traducción de Ana Mata Buil

martes, 11 de agosto de 2015

Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo


Ya sea por mala conciencia o por el desprecio español hacia su propio pasado, lo cierto es que la fascinante historia de la conquista de América es poco y mal conocida. Sin ir más lejos, la épica conquista de la Nueva España por Hernán Cortés y sus hombres ha quedado relegada a algunos tópicos muy generales. Pero es que incluso muchas de estas historias que todo el mundo conoce han sido falseadas. Así, el famoso incendio de los barcos ordenado por Cortés para impedir el retorno de los soldados fue de hecho un embarrancamiento.

Lo cierto es que esta manipulación de la historia, sin duda concerniente a aspectos mucho más relevantes que la anécdota citada, viene desde prácticamente el momento mismo en el que se produjeron los hechos, de tal manera que la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo, que empezó siendo un memorial para reclamar algunos derechos adquiridos, se convirtió en una revisión de la historia reciente que autores como Francisco Gómez de Gómara estaba reescribiendo en beneficio de intereses particulares.

Como hace notar Guillermo Serés en sus imprescindibles estudio y notas, Díaz del Castillo no era una persona especialmente instruida, ni tan siquiera sabía “escribir”, pero es precisamente la ausencia de una retórica lo que da a sus escritos una apariencia de verismo que los engolados textos de pendolistas profesionales eran incapaces de alcanzar. Esta naturalidad, que por otra parte, y como no podía ser de otra manera, incluye algunos de los manierismos propios de su época, también facilita la lectura actual.

Pese a que Díaz del Castillo cae a menudo en digresiones y hay largos apartados demasiado personales como para que interesen a muchas más personas que las directamente implicadas, lo cierto es que la Historia verdadera también se puede leer en gran parte como un relato de aventuras, como un retrato costumbrista de una época y un lugar extraordinarios en los que, sin embargo, las personas seguían siendo gente normal, con sus necesidades pedestres, con sus miserias propias, pero también capaces de las más inimaginables proezas.




Otro aspecto que destaca a lo largo del libro y que Serés hace notar es la intención de Bernal por reflejar la conquista como un logro colectivo. Frente a la visión aristocrática de Gómara y otros historiadores que pretendían convertir a Hernán Cortés en único responsable de la hazaña (quizá con la ayuda de Santiago), Díaz del Castillo enfatiza la importancia del conjunto, desde los capitanes hasta los soldados más olvidados. Con una magnífica memoria que le permite recordar nombres y circunstancias particulares, el autor refleja de manera orgullosa el valor de cada uno de los participantes en la empresa.

Una de las partes más curiosas de la Historia verdadera es la introducción de elementos propios de la novela caballeresca, como cuando los conquistadores llegan a la ciudad de México y creen estar ante una de las maravillas descritas en el Amadís de Gaula. Pero estas comparaciones no restan crédito al relato, sino que lo vinculan de manera directa con la cosmovisión propia de la época y ayudan a comprender cómo se sentían aquellos hombres ante la visión de un mundo que parecía de fábula y que, sin embargo, tenían ante sus propios ojos.

Si esta edición dela Historia verdadera por la Real Academia Española es un encomiable logro, lo cierto es que si se quiere divulgar la obra de Díaz del Castillo más allá de especialistas y de un reducido grupo de curiosos, quizá sería conveniente la publicación de una edición reducida. Después de todo, hay extensas parte del libro digamos que prescindibles, y ediciones abreviadas de otros clásicos como la Historia de la decadencia y caída del imperio romano han contribuido sin ninguna duda a su mayor difusión.

Editorial Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores

Edición de Guillermo Serés

lunes, 10 de agosto de 2015

Clockers, de Richard Price


La escena se repite en innumerables películas policíacas. El detective y el criminal por fin se encuentran cara a cara. Los dos grandes enemigos por fin tienen la oportunidad de mirarse a los ojos. Y entonces, el criminal dice “en el fondo, no somos tan diferentes”. En Clockers Richard Price toma este tópico y lo desarrolla hasta un nivel de complejidad y ambigüedad que destroza para siempre cualquier posibilidad de tomarse en serio tal afirmación.

El libro se divide en capítulos alternativos con diferentes puntos de vista. Una parte está dedicada a Strike, el joven camello que sufre una lacerante lucha interior entre su afán por ganar dinero y situarse por encima de la escoria que le rodea, y su desagrado íntimo por un trabajo que le causa una inquietud permanente e insoportable. La otra perspectiva es la de Rocco, el veterano policía de Homicidios tan desencantado de su trabajo y ansioso por dedicarse más a su familia como incapaz de dejar atrás lo que para él es su verdadera vida.




Los caminos de Strike y Rocco se cruzan en lo que parecía un asesinato más, pero que involucra a una persona de apariencia inmaculada. En la perpetua lucha entre el bien y el mal, la novela negra a menudo ha descrito la parte más oscura del ser humano como la preponderante, como si no hubiera espacio para la redención. Pero algunos autores, como Lehane o el propio Price, también se esfuerzan por buscar el lado más luminoso de la existencia, la posibilidad de escape. Mientras la maldad es una certeza, la búsqueda del bien más puro es una búsqueda ardua y repleta de reveses, pero lo importante es aferrarse a la misión.

Clockers supuso un paso fundamental en la novela negra de los años 90, y leída hoy es imposible no pensar en su influencia sobre The Wire, especialmente en su primera temporada. Con su novela Price cimentó un nuevo modelo de novela criminal en el que la vida en los barrios, la interactuación entre los narcotraficantes y las fuerzas del orden es más realista, o al menos más creíble. En la que la línea entre héroes y asesinos no está tan definida. Porque ellos no son lo mismo, pero el mundo en el que se mueven sí lo es.

Ediciones B

Traducción de Jordi Gubern